lunes, 2 de julio de 2012

Slavoj Zizek ¿POR QUE UNA CARTA SIEMPRE LLEGA A SU DESTINO?



Slavoj Zizek

¿POR QUE UNA CARTA SIEMPRE LLEGA A SU DESTINO?
 
1.1 Muerte y sublimación: la escena final de Luces de la
ciudad (City Lights)*
 
El trauma de la voz
Puede parecer peculiar, e incluso absurdo, colocar a Chaplin bajo
el signo de ‘muerte y sublimación’: ¿no es acaso el universo de sus
films, un universo que rebosa de vitalidad no sublime y hasta de
vulgaridad, precisamente lo opuesto a una tediosa obsesión
romántica con la muerte y la sublimación? Es posible que sea así,
pero las cosas se complican en un momento particular: el de la intrusión
de la voz. Es la voz que corrompe la inocencia de la parodia
silenciosa, de este paraíso preedípico, oral–anal, del devorar y
destruir sin freno, ignorantes de la muerte y la culpa: ‘Ni la
muerte ni el delito existen en el mundo polimorfo de la parodia en
la que todos dan y reciben golpes a voluntad, en el que vuelan las
tortas de crema y donde, en medio de la risa general, se derrumban
los edificios. En este mundo de gesticulación pura, que es
también el de los dibujos animados (un sustituto de las comedias
payasas [slapsticks] perdidas), los protagonistas son generalmente
inmortales... la violencia es universal y no tiene consecuencias,
no existe la culpa’.1
La voz introduce una fisura en este universo preedípico de
continuidad inmortal: funciona como un cuerpo extraño que
mancha la superficie inocente del cuadro, una aparición fantasmal
que nunca puede sujetarse a un objeto visual definido; y esto
cambia toda la economía del deseo, la inocente vitalidad vulgar de
la película muda se pierde, la presencia misma de la voz transforma
la superficie visual en algo engañoso, en un señuelo: ‘El film
era gozoso, inocente y sucio. Se transformará en obsesivo, fetichista
y frío como el hielo’.2 En otras palabras: el film era chaplinesco,
se transformará en hitchcockiano.
No es, por lo tanto, accidental que el advenimiento de la voz, del
film hablado, introduzca cierta dualidad en el universo de Chaplin:
una misteriosa división de la figura del vagabundo. Recordemos
sus tres grandes films sonoros: El gran dictador (The Great
Dictator), Monsieur Verdoux (ídem) y Candilejas (Limelight.),
distinguidos por el mismo humor melancólico y doloroso. Todos
ellos enfrentan el mismo problema estructural: el de una indefinible
línea de demarcación, de cierto rasgo, difícil de especificar
en el nivel de las propiedades positivas, cuya presencia o ausencia
modifica radicalmente el status simbólico del objeto:
Entre el pequeño peluquero judío y el dictador, la diferencia es tan
insignificante como la que existe entre sus respectivos bigotes. No
obstante, resulta en dos situaciones tan infinitamente remotas, tan
opuestas como las de la víctima y el verdugo. Del mismo modo, en
Monsieur Verdoux, la diferencia entre los dos aspectos o procederes
del mismo hombre, el asesino de mujeres y el amante esposo de una
mujer paralítica, es tan leve que se requiere toda la intuición de su
esposa para tener la premonición de que, de algún modo, él
‘cambió’... la pregunta candente de Candilejas es: ¿cuál es esa
‘nada’, ese signo de la edad, esa pequeña diferencia trivial, a causa
de la cual el gracioso número del payaso se convierte en un tedioso
espectáculo?3
Este rasgo diferencial que no puede adjudicarse a alguna
cualidad positiva es lo que Lacan llama le trait unaire, el trazo
unario: un momento de identificación simbólica al que se adhiere
lo real del sujeto. En tanto el sujeto se vincula a este rasgo, nos
enfrentamos con una figura carismática y fascinante; tan pronto
como el vínculo se rompe, todo lo que queda es un triste residuo.
Sin embargo, el punto crucial que no debe pasarse por alto es de
qué manera esta división está condicionada por la llegada de la
voz, es decir, por el hecho mismo de que la figura del vagabundo
se vea obligada a hablar: en El gran dictador Hinkel habla,
mientras que el peluquero judío permanece más próximo al
vagabundo mudo; en Candilejas, el payaso sobre el escenario está
mudo, mientras que el resignado anciano tras el mismo habla...

De este modo, la bien conocida aversión de Chaplin al sonido no
debe desecharse como un simple compromiso nostálgico con un
paraíso silencioso; revela un conocimiento (o al menos un presentimiento)
mucho más profundo que lo habitual del poder destructivo
de la voz, del hecho de que la voz funcione como un cuerpo
extraño, como una especie de parásito que introduce una división
radical: el advenimiento de la Palabra desvía al animal humano
de su equilibrio y hace de él una figura ridícula e impotente, que
gesticula y procura con desesperación un equilibrio perdido. En
ningún lado es más evidente esta fuerza destructiva de la voz que
en Luces de la ciudad, en esta paradoja de una película muda con
banda de sonido: una banda de sonido sin palabras, sólo música
y unos pocos ruidos típicos de los objetos. Es precisamente aquí
donde la muerte y lo sublime surgen con toda su fuerza.

* Las películas mencionadas se citan con los títulos con que se exhibieron en
la Argentina; cuando los mismos se desconocen, sólo se menciona el título
original (N. del T.).

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