sábado, 28 de julio de 2012

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Prefacio

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Prefacio

El artista es creador de belleza.
Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.
El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.
Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.
Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.
No existen libros morales o inmorales.
Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.
La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.
La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.
La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.
El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.
Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.
El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.
Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.
Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.
Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.
A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.
Todo arte es completamente inútil.


miércoles, 25 de julio de 2012

Hegel, Fenomenólogia del Espíritu, Prólogo. Las Tareas Cientificas del Presente. La verdad como sistema científico

Hegel,  Fenomenólogia del  Espíritu, Prólogo
I. Las Tareas Cientificas del Presente

1. La verdad como sistema científico

PARECE que, en una obra filosófica, no sólo resulta superfluo, sino que es, incluso, en razón a la naturaleza misma de la cosa, inadecuado y contraproducente el anteponer, a manera de prólogo y siguiendo la costumbre establecida una explicación acerca de la finalidad que el autor se propone en ella y acerca de sus motivos y de las relaciones que entiende que su estudio guarda con otros anteriores o coetáneos en torno al mismo tema. En efecto, lo que sería oportuno decir en un prólogo acerca de la filosofía -algo así como una indicación histórica con respecto a la tendencia y al punto de vista, al contenido general y a los resultados, un conjunto de afirmaciones y aseveraciones sueltas y dispersas acerca de la verdad- no puede ser valedero en cuanto al modo y la manera en que la verdad filosófica debe exponerse. Además, por existir la filosofía, esencialmente, en el elemento de lo universal, que lleva dentro de sí lo particular, suscita más que otra ciencia cualquiera la apariencia de que en el fin o en los resultados últimos se expresa la cosa misma, e incluso se expresa en su esencia perfecta, frente a lo cual el desarrollo parecerepresentar, propiamente, lo no esencial. Por el contrario, en la noción general de la anatomía, por ejemplo, considerada algo así como el conocimiento de las partes del cuerpo en su existencia inerte, se tiene el convencimiento de no hallarse aun en posesión de la cosa misma, del contenido de esta ciencia, y de que es necesario esforzarse todavía por llegar a lo particular. Tratándose, además, de uno de esos conglomerados de conocimientos que no tienen derecho a ostentar el nombre de ciencia, vemos que una plática acerca del fin perseguido y de otras generalidades por el estilo no suele diferenciarse de la manera histórica y conceptual en que se habla también del contenido mismo, de los nervios, los músculos, etc. La filosofía, por el contrario, se encontraría en situación desigual sí empleara este modo de proceder, que ellamisma muestra que no sirve para captar la verdad.
Del mismo modo, la determinación de las relaciones que una obra filosófica cree guardar con otros intentos en torno al mismo tema suscita un interés extraño y oscurece aquello que importa en el conocimiento de la verdad. Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar también, ante un sistema filosófico dado, o el asentimiento o la contradicción, viendo en cualquier declaración ante dicho sistema solamente lo uno o lo otro. No concibe la diversidad de los sistemas filosóficos como el desarrollo progresivo de la verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta; del mismo modo que el fruto hace aparecer la flor como un falso ser allí de la planta, mostrándose como la verdad de ésta en vez de aquélla. Estas formas no sólo se distinguenentre sí, sino que se eliminan las unas a las otras como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen al mismo tiempo otros tantos momentos de una unidad orgánica, en la que, lejos de contradecirse, son todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que constituye la vida del todo. Pero la contradicción ante un sistema filosófico o bien, en parte, no suele concebirse a sí misma de este modo, o bien, en parte, la conciencia del que la aprehende no sabe, generalmente, liberarla o mantenerla libre de su unilateralidad, para ver bajo la figura de lo polémico y de lo aparentemente contradictorio momentos mutuamente necesarios.
La exigencia de tales explicaciones y su satisfacción pasan fácilmente por ser algo que versa sobre lo esencial. Acaso puede el sentido interno de una obra filosófica manifestarse de algún modo mejor que en sus fines y resultados, y cómo podrían éstos conocerse de un modo más preciso que en aquello que los diferencia de lo que una época produce en esa misma esfera? Ahora bien, cuando semejante modo de proceder pretende ser algo más que el inicio del conocimiento, cuando trata de hacerse valer como el conocimiento real, se le debe incluir, de hecho, entre las invenciones a que se recurre para eludir la cosa misma y para combinar la apariencia de la seriedad y del esfuerzo con la renuncia efectiva a ellos. En efecto, la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo es en unión con su devenir; el fin para sí es lo universal carente de vida, del mismo modo que la tendencia es el simple impulso privado todavía de su realidad, y el resultado escueto simplemente el cadáver que la tendencia deja tras sí. Asimismo, la diversidad es más bien el límite de la cosa; aparece allí donde la cosa termina o es lo que ésta no es. Esos esfuerzos en torno al fin o a los resultados o acerca de la diversidad y los modos de enjuiciar lo uno y lo otro representan, por tanto, una tarea más fácil de lo que podía tal vez parecer. En vez de ocuparse de la cosa misma, estas operaciones van siempre más allá; en vez de permanecer en ella

Herman Melville, Moby Dick. cap. I Albores (fragmento)

Herman Melville, Moby Dick. cap. I Albores (fragmento)

Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?
Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.
Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentean un revuelto sendero, hasta alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.

martes, 17 de julio de 2012

Roberto Arlt Los Lanzallamas, HIPÓLITA SOLA

Roberto Arlt
Los Lanzallamas, HIPÓLITA SOLA

A pesar de disponer de dinero, Hipólita ha alquilado una mísera pieza amueblada en un
hotelucho de ínfimo orden.
Después de cerrar la puerta asegurándola con la llave y de extender una toalla sobre la
almohada, tiró los botines a un rincón, y en enaguas entró en la cama. Apretó el botón de la
corriente eléctrica y su cuarto quedó a oscuras. Entre los resquicios de una celosía se distingue
una claridad verdosa, proveniente de un cartel luminoso que hay en la fachada frontera.
Hipólita se frota las sienes.
Sobre su cabeza gira un círculo pesado. Son sus ideas. Adentro de su cabeza un círculo
más pequeño rueda también, con un ligero balanceo en sus polos. Son sus sensaciones.
Sensaciones e ideas giran en sentido contrario. A momentos, sobre las encías siente el
movimiento de sus labios, que fruncen de impaciencia; cierra los ojos. La cama ―que
conserva un soso olor de semen resecado― y el balanceo lento del círculo de sus sensaciones
la sumergen en un abismo. Cuando el círculo de sensaciones se inclina, entrevé por encima de
la elíptica el círculo de sus ideas. Gira también un vértigo de espesura, de recuerdo, de futuro.
Se aprieta las sienes con las manos y dice despacito:
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—¿Cuándo podré dormir?
Hay un guiño de dolor en sus rótulas; las piernas le pesan como si toda la pesantez de su
cuerpo hubiera entrado a sus miembros. El Astrólogo, a la distancia de dos horas de
conversación, está más lejos que su infancia. Sufre, y ninguna imagen adorada toca su
corazón. Y sufre por ese motivo. Luego se dice:
—¿Cuántas verdades tiene cada hombre? Hay una verdad de su padecimiento, otra de su
deseo, otra de sus ideas. Tres verdades. Pero el Astrólogo no tiene deseo. Está castrado.
“Reventaron mis testículos como granadas”, resuena la voz en sus oídos, y la visión del
eunuco pasa ante sus ojos: un bajo vientre rayado por una cárdena cicatriz.
Una sensación de frío roza el oído de Hipólita como saeta de acero. Le taladra los sesos.
Cada vez es más lento el balanceo de sus sensaciones. Arriba de su cabeza puede distinguir
casi el círculo de sus ideas. Son proyecciones fijas, pensamientos, con los que nacen y mueren
un hombre y una mujer. En ellos se detiene el ser humano, como en un oasis que el misterio
ha colocado en él para que repose tristemente.
¿Qué hacer? Cierra nuevamente los ojos. El esposo, loco. Erdosain, loco. El Astrólogo,
castrado. Pero… ¿existe la locura? Busca una tangente por donde salir. ¿Existe la locura? ¿O
es que se ha establecido una forma convencional de expresar ideas, de modo que éstas puedan
ocultar siempre y siempre el otro mundo de adentro, que nadie se atreve a mostrar? Hipólita
mira con rabia la fosforecente mancha verde que brilla en las tinieblas. Quisiera vengarse de
todo el mal que le ha hecho la vida. Células revolucionarias. El Hombre Tentador aparece
ante sus ojos, sentado en la orilla del cantero, deshojando la margarita. No puede más.
Murmura.
—¿Dónde estás, mamita querida?
El corazón se le derrite de pena. ¡Ah, si existiera una mujer que la recibiera entre sus
brazos y le hiciera inclinar la cabeza sobre sus rodillas, y la acariciara despacio! Busca con la
mejilla un lugar fresco en la almohada y pone atención a su pecho, que despacio se levanta y
baja, en la inspiración y espiración. ¡Ah, si esa oblicua de la almohada coincidiera con la
pendiente por la que se puede resbalar al infinito desconocido! Ella se dejaría caer. Claro que
sí, mil veces sí. Una voz de adentro pronuncia casi amenazadora: ¡El hombre! Y ella repite
furiosamente. en pensamiento: el Hombre. Monstruo. ¿Cuándo nacerá la mujer que venza al
monstruo y lo rompa? Sobre las encías siente el rasponazo de los labios que tascan saliva. Y
nuevamente una voz estalla: “Reventaron mis testículos como granadas”. Mas ¿para qué
sirvió eso? ¿Dejó de ser un monstruo? Claro, estará siempre solo, sin una mujer en el lecho.
Bruscamente Hipólita vuelca su flanco hacia la derecha. En el cuarto hay un terrible hedor
a humedad. El tabique deja pasar el ruido del taco de las botas de un hombre que se desviste.
Un punto amarillo luce en el tabique. Es luz del otro cuarto. Piensa: aquí espían. Se acuerda
de que el cuarto tiene el tapizado rojo, y se dice: Quizá saquen fotografías pornográficas. Se
muerde los labios. Allí al lado hay un desgraciado. Yo podría pasar, entrar a su pieza y
hacerlo feliz. Y no lo hago. El pondría los ojos grandes cuando me viera entrar, se arrodillaría
para besarme el vientre, pero después que me hubiera poseído la cama le parecería demasiado
chica para dormir los dos.
Reciamente, Hipólita gira sobre sí misma. Aquel circuito amarillo le es intolerable.
“Células femeninas revolucionarias”. Es cierto entonces. Todo es cierto en la vida. Pero ¿en
dónde se encuentra la verdad que pide a gritos el cuerpo de uno? Y de pronto, Hipólita
exclama:
—¿Qué me importa a mí la felicidad de los otros?
Yo quiero mi felicidad. Mi felicidad. Yo. Yo, Hipólita. Con mi cuerpo, que tiene tres
pecas, una en el brazo, otra en la espalda, otra bajo el seno derecho.
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¡Qué me importan los demás si yo estaré así, siempre triste y sufriendo! Jesús, Jesús era
un hombre. Hipólita sonríe; le causa gracia una idea. Jesús no tenía pinta de “cafishio”. Lo
seguían todas las mujeres. El la hubiera podido hacer “trabajar” a la Magdalena. Se ríe
despacio, tapándose la boca con la almohada. ¿Qué dirá el de al lado? Luego, temerosa de
haber concitado alguna ira misteriosa y alta contra su cabeza, se dice: “Una no tiene la culpa
de pensar ciertas cosas”. En realidad, se ha reído porque ha pensado en el escándalo que
hubieran provocado esas palabras si las hubiera lanzado en una asamblea de mujeres devotas.
El cansancio la aplana lentamente en la cama. Su rostro queda otra vez más rígido. ¿Y por
qué no? ¿Por qué no hacer la prueba? Sublevar a las mujeres. Tiene fuerzas para ello. Repite:
“Tengo sueño y no puedo dormir. Pero ese maldito tampoco tiene sueño. Todavía no apagó la
luz”. En efecto, el disquito amarillo continúa en el muro. ¿Quién será? ¿Algún viejo ladrón
que no encontró a quien robar? ¿Algún asesino? ¿Algún pederasta? ¿Algún muchacho que se
fugó de su casa? ¿Algún marido desdichado?
Hipólita se levanta. La cama está tan gastada que ni rechina el elástico. En puntas de pie
avanza hacia el muro. Encoge el cuerpo. Pone un ojo a la altura del agujero.
Es un viejo, que permanece sentado a la orilla de la cama. Las puntas de sus pies casi
tocan el suelo. Se ha quitado una media. La otra, rota, sirve de fondo rojo al amarillo pie
desnudo. Hipólita mira la cabeza. Tiene sobre el cogote la nuez de la garganta aguda, el perfil
con la mandíbula caída, la frente desmantelada, un ojo inmóvil y globuloso, los labios
despegados. Con un pie descalzo, el hombre, sin pestañear, mira al frente. La luz de la
lámpara suspendida del techo cae sobre su espalda encorvada. Las vértebras dorsales marcan
anfractuosidades en la lustrina del saco. La nuez de la garganta, el labio despegado, el ojo
caduco.
Hipólita mira, cierra los ojos, los vuelve a abrir y ve el pie desnudo, calloso, inmóvil sobre
el dorso de la media roja. Hipólita se siente anonadada ante la inmovilidad de ese cuerpo,
separado de ella por el espesor de un tabique de madera. Tendrá cincuenta años, sesenta.
¡Vaya a saber! El hombre no se mueve, mira a su frente con fijeza de alucinado. Hipólita
siente que en la superficie de su cerebro estallan burbujas de ideas que al hundirse en ella se
ahogan. Le duelen las espaldas de estar tanto inclinada. Pero… ¿cuándo ha hecho el hombre
ese movimiento que ella no vio? Sin embargo, estaba mirando y no ha visto que el viejo
apoyaba en la franela de su camiseta el cañón de un revólver niquelado.
—No —susurra rápidamente un fantasma en el oído de Hipólita.
El ojo globuloso y el labio despegado continúan inmóviles mirando el muro del cuartujo,
la mano que soporta el revólver se separa despacio del pecho, cae sobre la pierna y el hombre
entrecierra lentamente los párpados, mientras que su cabeza cae sobre el pecho. A Hipólita le
parece comprender ese deseo del hombre de dormirse para siempre, sin morir, y se arrodilla.
Instantáneamente ha pensado: “Sufriría menos por él si se hubiera matado”.
Ha pronunciado la oración sincera. Piensa: “Si estuviera Erdosain, comprendería”. No
quiere ya mirar por el agujero. Lo ha visto todo. Se le cae la cabeza de fatiga, como si hubiera
girado mucho sobre sí misma. Las tinieblas dan grandes barquinazos en el vértice de sus ojos.
Con las pupilas deslumbradas y con las manos extendidas en la oscuridad, se deja caer en su
cama. Una náusea profunda solivianta su estómago. ¡El viejo ha tenido miedo de matarse! La
frente de Hipólita suda. Una fuerza misteriosa la inclina horizontalmente de pies a cabeza con
tan suave vaivén, que el sudor frío brota ahora de todos los poros de su cuerpo. Sus brazos
yacen caídos, vacíos de energía. En el estómago le golpean blandamente viscosidades
repugnantes. Y se sumerge en la inconsciencia pensando:
“Mañana le diré que sí al Astrólogo”.

jueves, 12 de julio de 2012

Zlavoj Zizek, Vicion de Paralaje. II la paralaje solar. la insoportable pesadez de ser una divina mierda. (fragmento)


Zlavoj Zizek, Vicion de Paralaje. II la paralaje solar. la insoportable pesadez de ser una divina mierda. (fragmento) 

Lo mismo puede plantearse en términos nietzscheanos. ¿Qué es efectivamente el eterno retorno de lo  mismo? ¿Ocupa el lugar de la repetición fáctica, de la reiteración del pasado que debe ser deseado como fue, o de una repetición benjaminiana, un retorno-reactualización de lo que se perdió en la ocurrencia del pasado, de sus excesos virtuales, de su potencial redentor? Hay buenas razones para interpretarlo como una posición heroica adherir a la repetición fáctica: recordemos que Nietzsche planteaba enfáticamente que al enfrentarme a cualquier acontecimiento de mi vida, incluso al más doloroso, debería reunir la fuerza para desear con alegría su eterno retorno. Si leemos de este modo el eterno retorno, entonces la alusión de Agamben al Holocausto como el argumento definitivo contra el eterno retorno mantiene todo su peso ¿Quién podría querer que retornase eternamente? Sin embargo, ¿que pasaría si rechazamos la idea de eterno retorno de lo mismo como repetición de la realidad del pasado, en la medida de que se basa en una noción demasiado primitiva del pasado, en la reducción del pasado a una dimensión unidimensional de “lo que realmente ocurrió” que borra la dimensión virtual del pasado? ¿si leemos el eterno retorno de lo mismo como la repetición redimida de la virtualidad pasada? En este caso, aplicado a la pesadilla del Holocausto, el eterno retorno de lo mismo nietzscheano significa precisamente que se debe desear la repetición del potencial que se perdió por causa de la realidad del Holocausto. El potencial cuya no concreción abrió el espacio para que sucediera el Holocausto.  

lunes, 2 de julio de 2012

Slavoj Zizek ¿POR QUE UNA CARTA SIEMPRE LLEGA A SU DESTINO?



Slavoj Zizek

¿POR QUE UNA CARTA SIEMPRE LLEGA A SU DESTINO?
 
1.1 Muerte y sublimación: la escena final de Luces de la
ciudad (City Lights)*
 
El trauma de la voz
Puede parecer peculiar, e incluso absurdo, colocar a Chaplin bajo
el signo de ‘muerte y sublimación’: ¿no es acaso el universo de sus
films, un universo que rebosa de vitalidad no sublime y hasta de
vulgaridad, precisamente lo opuesto a una tediosa obsesión
romántica con la muerte y la sublimación? Es posible que sea así,
pero las cosas se complican en un momento particular: el de la intrusión
de la voz. Es la voz que corrompe la inocencia de la parodia
silenciosa, de este paraíso preedípico, oral–anal, del devorar y
destruir sin freno, ignorantes de la muerte y la culpa: ‘Ni la
muerte ni el delito existen en el mundo polimorfo de la parodia en
la que todos dan y reciben golpes a voluntad, en el que vuelan las
tortas de crema y donde, en medio de la risa general, se derrumban
los edificios. En este mundo de gesticulación pura, que es
también el de los dibujos animados (un sustituto de las comedias
payasas [slapsticks] perdidas), los protagonistas son generalmente
inmortales... la violencia es universal y no tiene consecuencias,
no existe la culpa’.1
La voz introduce una fisura en este universo preedípico de
continuidad inmortal: funciona como un cuerpo extraño que
mancha la superficie inocente del cuadro, una aparición fantasmal
que nunca puede sujetarse a un objeto visual definido; y esto
cambia toda la economía del deseo, la inocente vitalidad vulgar de
la película muda se pierde, la presencia misma de la voz transforma
la superficie visual en algo engañoso, en un señuelo: ‘El film
era gozoso, inocente y sucio. Se transformará en obsesivo, fetichista
y frío como el hielo’.2 En otras palabras: el film era chaplinesco,
se transformará en hitchcockiano.
No es, por lo tanto, accidental que el advenimiento de la voz, del
film hablado, introduzca cierta dualidad en el universo de Chaplin:
una misteriosa división de la figura del vagabundo. Recordemos
sus tres grandes films sonoros: El gran dictador (The Great
Dictator), Monsieur Verdoux (ídem) y Candilejas (Limelight.),
distinguidos por el mismo humor melancólico y doloroso. Todos
ellos enfrentan el mismo problema estructural: el de una indefinible
línea de demarcación, de cierto rasgo, difícil de especificar
en el nivel de las propiedades positivas, cuya presencia o ausencia
modifica radicalmente el status simbólico del objeto:
Entre el pequeño peluquero judío y el dictador, la diferencia es tan
insignificante como la que existe entre sus respectivos bigotes. No
obstante, resulta en dos situaciones tan infinitamente remotas, tan
opuestas como las de la víctima y el verdugo. Del mismo modo, en
Monsieur Verdoux, la diferencia entre los dos aspectos o procederes
del mismo hombre, el asesino de mujeres y el amante esposo de una
mujer paralítica, es tan leve que se requiere toda la intuición de su
esposa para tener la premonición de que, de algún modo, él
‘cambió’... la pregunta candente de Candilejas es: ¿cuál es esa
‘nada’, ese signo de la edad, esa pequeña diferencia trivial, a causa
de la cual el gracioso número del payaso se convierte en un tedioso
espectáculo?3
Este rasgo diferencial que no puede adjudicarse a alguna
cualidad positiva es lo que Lacan llama le trait unaire, el trazo
unario: un momento de identificación simbólica al que se adhiere
lo real del sujeto. En tanto el sujeto se vincula a este rasgo, nos
enfrentamos con una figura carismática y fascinante; tan pronto
como el vínculo se rompe, todo lo que queda es un triste residuo.
Sin embargo, el punto crucial que no debe pasarse por alto es de
qué manera esta división está condicionada por la llegada de la
voz, es decir, por el hecho mismo de que la figura del vagabundo
se vea obligada a hablar: en El gran dictador Hinkel habla,
mientras que el peluquero judío permanece más próximo al
vagabundo mudo; en Candilejas, el payaso sobre el escenario está
mudo, mientras que el resignado anciano tras el mismo habla...

De este modo, la bien conocida aversión de Chaplin al sonido no
debe desecharse como un simple compromiso nostálgico con un
paraíso silencioso; revela un conocimiento (o al menos un presentimiento)
mucho más profundo que lo habitual del poder destructivo
de la voz, del hecho de que la voz funcione como un cuerpo
extraño, como una especie de parásito que introduce una división
radical: el advenimiento de la Palabra desvía al animal humano
de su equilibrio y hace de él una figura ridícula e impotente, que
gesticula y procura con desesperación un equilibrio perdido. En
ningún lado es más evidente esta fuerza destructiva de la voz que
en Luces de la ciudad, en esta paradoja de una película muda con
banda de sonido: una banda de sonido sin palabras, sólo música
y unos pocos ruidos típicos de los objetos. Es precisamente aquí
donde la muerte y lo sublime surgen con toda su fuerza.

* Las películas mencionadas se citan con los títulos con que se exhibieron en
la Argentina; cuando los mismos se desconocen, sólo se menciona el título
original (N. del T.).

Charles Baudelaire, La modernidad

Charles Baudelaire, La modernidad
De este modo va, corre, busca. ¿Qué busca? Sin duda, este hombre, tal como lo
he pintado, este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a través
del gran desierto de hombres, tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un
fin más general, otro que el placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos
permitirá llamar la modernidad; pues no surge mejor palabra para expresar la idea en
cuestión. Se trata, para él, de separar de la moda lo que puede contener de poético en lo
histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio. Si echamos una ojeada a nuestras exposiciones
de cuadros modernos, nos impresiona la tendencia general de los artistas a vestir
a todos los personajes con trajes antiguos. Casi todos se sirven de las modas y de los
muebles del Renacimiento, como David se servía de las modas y de los muebles romanos.
Sin embargo existe una diferencia: David, habiendo elegido temas griegos y romanos,
no podía hacer otra cosa que vestidos a la antigua, en tanto que los pintores actuales,
al elegir temas de naturaleza general aplicable a todas las épocas, se obstinan en ataviados
con los trajes de la Edad Media, del Renacimiento o del Oriente. Es, evidentemente,
signo de una gran pereza; pues es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente
feo en el vestido de una época, que aplicarse a extraer la belleza misteriosa
que puede contener, por mínima y ligera que sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo,
lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. Ha
habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los hermosos retratos
que nos quedan de tiempos anteriores están vestidos con trajes de su época. Son perfectamente
armoniosos, porque el traje, el peinado e incluso el gesto, la mirada y la sonrisa
(cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa) forman un todo de una completa
vitalidad. Este elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes, no
tienen el derecho de despreciado o de prescindir de él. Suprimiéndolo, caen forzosamente
en el vacío de una belleza abstracta e indefinible, como la de la única mujer antes del
primer pecado. Si sustituyen el traje de la época, que se impone necesariamente, por
otro, estarán haciendo un contrasentido que no puede tener excusa más que en el caso de
una mascarada que pide la moda. Así, las diosas, las ninfas y los sultanes del siglo
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XVIII son retratos moralmente parecidos.
Sin duda es excelente estudiar a los antiguos maestros para aprender a pintar,
pero no puede ser más que un ejercicio superfluo si su finalidad es comprender el carácter
de la belleza presente. Los ropajes de Rubens o Veronés no les enseñarán a hacer el
muaré antiguo, el. satén a la reina, o cualquier otro tejido de nuestras fábricas, levantado,
balanceado por la miriñaque o las faldas de muselina almidonada. El tejido y el grano
no son los mismos de las telas de la antigua Venecia o de las que se llevaban en la
corte de Catalina. Añadamos también que el corte de la falda y del corsé es absolutamente
diferente, que los pliegues están dispuestos con un nuevo sistema, y, por último,
que el gesto y el porte de la mujer actual dan a su vestido una vida y una fisonomía que
no son los de la mujer antigua. En una palabra, para que toda modernidad sea digna de
convertirse en antigüedad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la
vida humana introduce involuntariamente. A esa tarea se aplica particularmente el Sr. G.
He dicho que cada época tenía su porte, su mirada y su gesto. Esta. proposición
es sobre todo fácil de verificar en una vasta galería de retratos (la de Versalles, por
ejemplo). Pero puede llevarse todavía más lejos. En la unidad llamada nación, las profesiones,
las castas, los siglos introducen la variedad, no solamente en los gestos y las maneras,
sino también en la forma positiva del rostro. Tal nariz, tal boca, tal frente llenan
el intervalo de una duración que no pretendo determinar aquí, pero que ciertamente puede
ser sometida a un cálculo. Tales consideraciones no son lo bastante familiares a los
retratistas; y el gran defecto del Sr. Ingres, en particular, es querer imponer a cada tipo
que posa un perfeccionamiento más o menos despótico, tomado del repertorio de las
ideas clásicas.
En semejante materia sería fácil y legítimo razonar a priori. La correlación perpetua
de lo que llamamos el alma con lo que llamamos el cuerpo explica muy bien
cómo todo lo que es material o efluvio de lo espiritual representa y representará siempre
lo espiritual de lo que deriva. Si un pintor paciente y minucioso, pero de imaginación
mediocre, al tener que pintar a una cortesana del tiempo presente, se inspira (es la palabra
consagrada) en una cortesana de Tiziano o de Rafael, es infinitamente probable que
haga una obra falsa, ambigua y oscura. El estudio de una obra maestra de ese tiempo y
de ese género' no le enseñaráni la actitud, ni la mirada, ni el gesto, ni el aspecto vital de
una de esas criaturas que el diccionario de la moda ha clasificado sucesivamente bajo
los títulos groseros o jocosos de impuras, mujeres entretenidas, mujeres galantes y queridas.
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La misma crítica se aplica rigurosamente al estudio del militar, del dandi, del
propio animal, perro o caballo, y de todo aquello que compone la vida externa de un siglo.
¡Ay de aquel que estudie en lo antiguo otra cosa que el arte puro, la lógica, el método
general! Por mucho zambullirse, pierde la memoria del presente; abdica el valor y los
privilegios que aporta la circunstancia; pues casi toda nuestra originalidad proviene del
sello que el tiempo imprime a nuestras sensaciones. El lector comprende por anticipado
que yo podría verificar fácilmente mis asertos sobre otros numerosos objetos distintos a
la mujer. ¿Qué diría, por ejemplo, de un pintor de marinas (llevo la hipocresía al extremo)
que, teniendo que reproducir la belleza sobria y elegante del navío moderno, fatigara
sus ojos estudiando las formas recargadas, contorneadas, la popa monumental del
navío antiguo y el velamen complicado del siglo XVI? ¿Y, qué pensarían de un artista al
que hubieran encargado hacer el retrato de un pura sangre, célebre en las solemnidades
del hipódromo, si limitara su observación a los museos, si se contentara con contemplar
el caballo en las galerías del pasado, en Van Dyck, Bourguignon o Van der Meulen?
El Sr. G., dirigido por la naturaleza, tiranizado por la circunstancia, ha seguido
una vía completamente diferente. Ha empezado por contemplar la vida, y sólo más tarde
se las ha ingeniado para aprender los medios de expresar la vida. El resultado ha sido
una originalidad conmovedora, en la que lo que puede quedar de bárbaro y de ingenuo
aparece como una nueva prueba de obediencia a la impresión, como un halago a la verdad.
Para la mayoría de nosotros, sobre todo para las personas de negocios, a cuyos ojos
la naturaleza no existe, de no ser en sus relaciones de utilidad con sus negocios, lo
fantástico real de la vida está singularmente mitigado. El Sr. G. lo absorbe continuamente;
tiene la memoria y los ojos llenos de ello.