lunes, 28 de mayo de 2012


La Conjura De Los Necios, John Kennedy Toole (fragmento)



Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mision del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)
Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.
Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas «por el sur». Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair (platónico, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.
La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna, y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de cocacola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.
Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: «Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa.» Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y el besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una «gira de inspección» por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.
Cuando la vi tras su último «viaje de inspección», estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, la habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella había disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre

domingo, 27 de mayo de 2012

 LAS MIL Y UNA NOCHES, Anonimo (fragmento)

HISTORIA DEL MANDADERO Y DE LAS TRES DONCELLAS


“Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel.
Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta,
se paró delante de él una mujer con un ancho manto de tela, de Mussul, en seda sembrada
de lentejuelas de oro y forro de brocado. Levantó un poco el velillo de la cara y
aparecieron por debajo dos ojos negros, con largas pestañas, y ¡qué párpados! Era esbelta,
sus manos Y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades.
Y dijo con su voz llena de dulzura: “¡Oh mandadero! coge la espuerta y sígueme.” Y
el mandadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió
a la joven, hasta que se detuvo a la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní, que
por un dinar le dio una medida de aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al
mozo: “Lleva eso y sígueme.” Y el mandadero exclamó: “¡Por Alah! ¡Bendito día!” Y
cogió otra vez la espuerta y siguió a la joven. Y he aquí que se paró ésta en la frutería y
compro manzanas de Siria; membrillos osmaní, melocotones de Omán; jazmunes de Alepo,
nenúfares de Damasco, cohombros del Nilo, limones de Egipto, cidras sultaní, bayas
de mirto, flores de henné, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado
y narcisos. Y lo metió todo en la espuerta del mandadero, y le dijo: “Llévalo.” Y él lo ll evó,
y la siguió hasta que llegaron a la carnicería, donde dijo la joven. “Corta diez artal de
carne”. Y el carnicero cortó los diez artal, y ella los envolvió en hojas de banano, los metió
en la espuerta, y dijo: “Llévalo, ¡oh mandade ro!” Y él lo llevó así, y la siguió hasta
encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras,
diciendo al mozo. “Llév alo y sígueme.” Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió hasta
llegar a la tienda de un confitero, y allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto
había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca, pastas aterciopeladas perfumadas
con almizcle y deliciosamente rellenas, bizcochos llamados sabun, pastelillos, tortas de
limón, confituras sabrosas, dulces llamado muchabac, bocadillos huecos llamados lucmet-
el-kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, hechos con manteca, miel y leche.
Después colocó todas aquellas golosinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta.
Entonces el mandadero dijo: “Si me hubi eras avisado habría alquilado una mula para
cargar tanta cosa.” Y la joven sonrió al oírlo. Después se detuvo en casa de un destilador
y compró diez clases de aguas: de rosas de azahar y otras muchas; y varias bebidas embriagadoras,
como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos
de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de
Alejandría. Todo lo metió en la espuerta, y dijo al mozo: “lleva la espuerta y sígueme.” Y
el mozo la siguió, llevando siempre la espuerta, hasta que la joven llegó a un palacio, todo
de mármol, con un gran patio que daba al jardín de atrás. Todo era muy lujoso, y el
pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con chapas de oro rojo.
La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El mandadero vio entonces que
había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo,
especialmente por sus pechos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y
todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera
luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente
del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su
rostro como la luna llena al salir.
Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al
suelo. Y dijo para sí “ ¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de
hoy!”
Entonces esta joven tan admirable dijo a su hermana la proveedora y al mandadero:
“¡Entrad, y que la acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable!”
Y entraron, y acabaron por llegar a una sala espaciosa que daba al patio, adornada con
brocados de seda y oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones,
asientos esculpidos, cortinas y unos roperos cuidadosamente cerrados. En medio de la
sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa pedrería, cubierto
con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina gasa, también
roja, y en el lecho había una joven de maravillosa hermosura, con ojos babilónicos, un
talle esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envidiarlo el sol luminoso.
Era una estrella brillante, una noble hermosura de.Arabia, como dijo el poeta:
¡El que mida tu talle, ¡oh joven! y lo campare por su esbeltez con la delicadeza de una
rama flexible, juzga con error a pesar de su talento! ¡Porque tu talle no tiene igual, ni tu
cuerpo un hermano!
¡Porque la rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres
hermosa de todos modos, y las ropas que te cubren son únicamente una delicia más!
Entonces la joven se levantó, y llegando junto a sus hermanas, les dijo: “¿Por qué pe rmanecéis
quietas? Quitad la carga de la cabeza de ese hombre.” Entonces entre las tres le
aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta, pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos
dinares al mandadero, le dijeron: “¡Oh man dadero! vuelve la cara y vete inmediatamente.”
Pero el mozo miraba a las jóvenes, encantado de tanta belleza y tanta pe rfección,
y pensaba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, chocábele
que no hubiese ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas,
frutas, flores olorosas y otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración,
no tenía maldita la gana de marcharse.
Entonces la mayor de las doncellas le dijo: “¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco
el salario?” Y se volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: “D ale
otro dinar.” Pero el man dadero replicó: “¡Par Alah, señoras mías! Mi salario suele ser
la centesima parte de un dinar, por lo cual no me ha parecido escasa la paga. Pero mi corazón
está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál puede ser vuestra vida, ya que vivís
en esta soledad, y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo
vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero ¡oh señoras mías!
no sois más que tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca
es perfecta si no se unen con los hombres. Y, coma dice el poeta, un acorde no será jamás
armonioso como no se reúnan cuatro instrumentos: el arpa, el laúd, la cítara y la flauta.
Vosotras, ¡oh señoras mías! sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento: la flauta. ¡Yo
seré la flauta, y me conduciré como un hombre prudente, lleno de sagacidad e inteligencia,
artista hábil que sabe guardar un secreto!”
Y las jóvenes le dijeron: “¡Oh mandadero! ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso
tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: “Desconfía
de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido.”
Pero el mandadero exclamó: “¡Ju ro por vuestra vida, ¡oh señoras mías! que yo soy un
hombre prudente, seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento casas
agradables, callándome cuidadosamente las cosas tristes. Obro en toda ocasión según
dice el poeta:
¡Sólo el hombre juicioso sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres
saben cumplir sus promesas!
¡Yo encierro los secretos en una casa de sólidos candados, donde la llave se ha perdido
y la puerta está sellada!”
Y escuchando los versos del mandadero, muchas otras estrofas que recitó y sus improvisaciones
rimadas, las tres jóvenes se tranquilizaron; pero para no ceder en seguida, le
dijeron: “Sabe, ¡oh mandadero! que, en este palacio hemos gastado el dinero en enormes
cantidades. ¿Llevas tú encima con que indemnizarnos? Sólo te podremos invitar con la
condición de que gastes mucho oro. ¿Ácaso no es tu deseo permanecer con nosotras,
acompañarnos a beber, y singularmente hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora
bañe nuestros rostros?” Y _la mayor de las doncellas añadió: “Amor sin dinero no puede
servir de buen contrapeso en el platillo de la balanza.” Y la que había abierto la pue rta,
dijo: “Si no tie nes nada, vete sin nada.” Pero en aquel momento i ntervino la proveedora,
y dijo: “¡Oh hermanas mías! Dejemos eso, ¡por Alah! pues este muchacho en nada ha de
amenguarnos el día. Además, cualquier otro hombre no habría tenido con nosotras tanto
comedimiento. Y cuando le toque pagar a él, yo lo abonaré en su lugar.”
Entonces el mandadero se regocijó en extremo, y dijo a la que le había defendido: “¡Por
Alah! A ti te debo la primer ganancia del día.” Y dijeron las tres: “Quédate, ¡oh b uen
mandadero! y te tendremos sobre nuestra cabeza y nuestros ojos,” Y en seguida la proveedora
se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso los frascos, clarificó el vino por
decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque, y llevó allí
cuanto podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero
en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.
Y he aquí que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron,
y así por segunda y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó
a sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composición
rimada:
¡Bebe este vino! ¡Él es la causa de toda nuestra alegría! .¡Él da al que lo bebe fuerzas y
salud! ¡Él es el único remedio que cura todos los males!
¡Nadie bebe el vino origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La
embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad!
Después besó las manos a las tres doncellas, y vació la copa. En seguida, aproximandose
a la mayor, le dijo: “¡Oh señora mía! ¡Soy tu escla vo, tu cosa y tu propiedad!” Y recitó
estas estrofas en honor suyo:
¡A tu puerta espera de pie un esclavo de tus ojos, acaso el más humilde de tus esclavos!
¡Pero, conoce a su dueña! ¡Él sabe cuánta s su generosidad y sus beneficios! ¡Y sobre
todo, sabe cómo se lo ha de agradecer!
Entonces ella le dijo ofreciéndole la copa: “Bebe, ¡oh amigo mío! que la bebida, te
aproveche y la digieras bien. Que ella te de fuerzas para el camino de la verdadera salud.”
Y el mandadero cogió la copa, besó la mano a la joven, y una voz dulce y modulada
cantó quedamente estos versos:
¡Yo ofrezco: a mi amiga un vino resplandeciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas,
que sólo la claridad de una llama podría compararse con su espléndida vida!
Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña:
“¿Cómo quieres que beba mis propias mejillas?”
Y yo le digo: “¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lágrimas, su color
rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!
Entonces la joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó a los labios y después
fue a sentarse junto a sus hermanas. Y todas empezaron a cantar, a danzar y a jugar
con las flores exquisitas. Después siguieron bebiendo en la misma copa hasta que comenzó
a anochecer. Las jóvenes dijeron entonces al mandadero: “Ahora vuelve la cara y vete,
y así veremos la anchura de tus hombros.” Pero el mozo excl amo: “¡Por Al ah, señoras
mías! ¡Más fácil sería a mi alma salir del cuerpo, que a mí dejar esta casa! ¡Juntemos esta
noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de
Alah!” Entonces intervino nuevamente la joven prove edora: “Herman as, por vuestra vida,
invitémosle a pasar la noche con nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es muy
gracioso.” Y dijeron entonces al mandade ro: “Puedes pasar aquí la noche, con la cond ición
de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explicación sobre lo que veas ni
sobre cuanto ocurra.” Y él respondió: “Así sea, ¡oh señoras mías!” Y ellas añadie ron:
“L evántate y lee lo que está escrito encima de la puerta.” Y él se levantó, y encima de la
puerta vio las siguientes palabras, escritas con letras de oro:
No hables nunca de lo que no te importe, si no, oirás cosas que no te gusten.
Y, el mandadero dijo: “¡Oh seño ras mías os pongo por testigo de que no he de hablar de
lo que no me importe”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

martes, 15 de mayo de 2012

Franz Kafka, GENTE QUE VIENE A NUESTRO ENCUENTRO

Franz Kafka

GENTE QUE VIENE A NUESTRO ENCUENTRO
Cuando alguien sale a pasear por la noche, y un hombre, ya visible
desde lejos –pues la calle se empina ante nosotros y hay luna llena–,
viene a nuestro encuentro, no lo agarraremos violentamente, aunque
sea débil y desarrapado, ni siquiera en el caso de que alguien corra
detrás de él y grite, sino que lo dejaremos pasar de largo.
Pues es de noche, y no podemos evitar que la calle se empine ante
nosotros con luna llena; además, tal vez esos dos han organizado la
persecución para divertirse, o a lo mejor persiguen los dos a un tercero,
tal vez persiguen al primero, que es inocente, tal vez el segundo lo asesinará
y seríamos cómplices del crimen. A lo mejor no saben nada el
uno del otro, y cada uno corre hacia su cama, a lo mejor son sonámbulos,
quizás el primero lleva un arma.
Y, finalmente, ¿no podemos estar cansados, no hemos bebido
mucho vino? Nos alegramos de que ya tampoco veamos al segundo.

sábado, 12 de mayo de 2012

Boris Vian, "El Arrancacorazones"

Boris Vian, "El Arrancacorazones" fragmento

—Tiene usted un bonito jardín —dijo Jacquemort, sin esforzarse en buscar algo mejor que decir—. ¿Vive aquí desde hace mucho tiempo?
—Sí —dijo Angel—. Dos años. Tuve desarreglos de conciencia. Fracasé no pocas veces.
—Siempre queda un margen —dijo Jacquemort—. Las cosas no terminan así.
—Es cierto —dijo Angel—. Pero he tardado más tiempo que usted en descubrirlo.
Jacquemort sacudió la cabeza.
—A mí me lo cuentan todo —señaló—. Termino por saber lo que hay dentro de la gente. A propósito, ¿querrá usted indicarme gente a la que yo pueda psicoanalizar?
—La que usted quiera —dijo Angel—. Con la niñera puede practicar cuando guste. Y la gente del pueblo no se va a negar. Es gente algo tosca, pero interesante y rica.
Jacquemort se frotó las manos.
—Necesitaré montones de pacientes —dijo—. Consumo gran cantidad de mentalidades.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Angel.
—Tengo que explicarle por qué he venido aquí —dijo Jacquemort—. Buscaba un rincón tranquilo para llevar a cabo un experimento. Mire: imagínese al amigo Jacquemort como un recipiente vacío.
—¿Un tonel? —quiso saber Angel—. ¿Ha bebido usted?
—No —dijo Jacquemort—. Estoy vacío. No tengo más que gestos, reflejos, costumbres. Quiero llenarme. Ésa es la razón por la que psicoanalizo a la gente. Pero mi tonel es como el tonel de las Danaides. No asimilo. Me llevo sus pensamientos, sus complejos, sus dudas, y no me queda nada. No asimilo; o quizás asimilo demasiado..., es lo mismo. Claro, conservo palabras, envases, etiquetas; conozco los términos que definen pasiones y emociones, pero yo no siento ninguna.
—¿Y ese experimento? —dijo Angel—. Por lo menos tiene usted ganas de llevarlo a cabo, ¿no?
—Claro —dijo Jacquemort—. Quiero hacer el experimento. ¿De qué experimento se trata? Pues mire. Quiero hacer un psicoanálisis integral. Soy un iluminado.
Angel se encogió de hombros.
—Y esto, ¿lo ha hecho alguien? —preguntó.
—No —dijo Jacquemort—. La persona que yo psicoanalice de este modo tendrá que decírmelo todo. Todo. Sus pensamientos más íntimos, sus secretos más angustiosos, sus ideas ocultas, lo que no se atreve a confesarse a sí mismo, todo, todo y todo lo demás, y aun lo que hay debajo. Ningún analista lo ha conseguido hasta el momento. Quiero ver hasta dónde se puede llegar. Necesito anhelos y deseos, y voy a apropiarme de los ajenos. Estoy convencido de que, si no he retenido nada hasta el momento, es porque no he llegado lo bastante lejos. Quiero proceder a una especie de identificación. Saber que las pasiones existen y no poder sentirlas es horroroso.
—Pero entonces —dijo Angel— está claro que tiene usted por lo menos este deseo, y eso basta para que no esté tan vacío.
—No tengo ningún motivo para decidirme por una cosa más bien que por otra —dijo Jacquemort—. Deseo robarles a los demás las razones que tienen.
Se acercaban al muro del fondo. Simétrica, en relación a la casa por cuyo portón Jacquemort había penetrado la víspera en el jardín, se elevaba una alta reja dorada que rompía la monotonía de las piedras.
—Querido amigo —dijo Angel—, permítame que le repita que tener ganas de tener ganas es ya una pasión suficiente. La prueba es que eso le impulsa a la acción.
El psiquiatra acarició su roja barba y se echó a reír.
—Y, al mismo tiempo, demuestra la falta de ganas —dijo.
—Que no —dijo Angel—. Para que no tuviera usted ni deseos ni orientaciones, haría falta que hubiese estado sometido a un condicionamiento social perfectamente neutro. Que fuera usted inmune a toda influencia, y que careciera de pasado interior.
—Éste es el caso —dijo Jacquemort—. Nací el año pasado, aquí donde me ve. Mire mi carnet de identidad.
Lo tendió a Angel, que lo cogió y lo examinó.
—Es cierto —dijo Angel devolviéndoselo—. Hay un error.
—¡Cuidado con lo que dice!... —protestó Jacquemort, indignado.
—No hay contradicción —dijo Angel— Es cierto que está escrito así, pero lo que está escrito es un error.
—Y, sin embargo, había un cartel a mi lado —dijo Jacquemort—. «Psiquiatra. Vacío. A rellenar». ¡Un cartel! Es indiscutible. Estaba impreso.
—¿Y entonces? —dijo Angel.
—Entonces, dese cuenta de que no parte de mí este deseo de llenarme —dijo Jacquemort—. De que estaba decidido de antemano. De que yo no era libre.
—Claro que sí —repuso Angel— Es usted libre, puesto que tiene un deseo.
—¿Y si no tuviera ninguno? ¿Ni siquiera éste?
—Sería usted un muerto.
—¡Ah, muy bien! —exclamó Jacquemort—. No voy a discutir más con usted. Me da usted miedo.
Habían franqueado la verja y hollaban el camino que llevaba al pueblo. El suelo era blanco y polvoriento. A ambos lados crecía una hierba de tallos cilíndricos, de color verde oscuro, esponjosos, como lápices de gelatina.
—En fin —protestó Jacquemort—, ocurre exactamente lo contrario. Sólo se es libre cuando no se desea nada, y un ser perfectamente libre no debería desear nada. Y como yo no deseo nada, llego a la conclusión de que soy libre.
—¡Qué va! —dijo Angel— Usted está deseando tener deseos; o sea, que está deseando algo; luego, todo lo que acaba de decir es falso.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Jacquemort, cada vez más indignado—. Mire, desear algo significa estar encadenado a un deseo.
—De ninguna manera —dijo Angel— La libertad es el deseo que viene de uno mismo. Además...
Se detuvo.
—Además —dijo Jacquemort— se está usted riendo de mí, eso es lo que pasa. Voy a psicoanalizar a la gente y les tomaré sus deseos verdaderos, sus anhelos, sus elecciones y todo lo demás, y usted me está haciendo sudar.
—Oiga —dijo Angel, que había estado reflexionando—, hagamos un experimento: esfuércese, con sinceridad, para que por un momento desaparezcan todos sus deseos de tener los deseos que tienen los demás. Inténtelo. Honradamente.
—De acuerdo —dijo Jacquemort.
Se detuvieron a un lado del camino. El psiquiatra cerró los ojos y pareció relajarse. Angel lo vigilaba atentamente.
Hubo como una interrupción del color en el tono de la cara de Jacquemort. Una cierta transparencia invadió sutilmente las partes visibles de su cuerpo: las manos, el cuello, la cara.
—Mírese los dedos... —murmuró Angel.
Jacquemort abrió los ojos, ya casi incoloros. Vio, a través de su mano derecha, una piedra de sílex negro en el suelo. Luego, al serenarse, le desapareció la transparencia y su cuerpo se solidificó de nuevo.
—Ya lo ve usted —dijo Angel—. Si se relaja, deja de existir.
—Ah —dijo Jacquemort—, realmente, está usted en un error. Si cree que un vulgar juego de manos puede acabar con mis convicciones... Explíqueme el truco...
—¡Muy bien! —dijo Angel—. Me alegra comprobar que razona usted de mala fe y con absoluto desprecio por la evidencia. Es lo que corresponde. Un psiquiatra tiene que tener mala conciencia.
Habían llegado al linde del pueblo y, de común acuerdo, volvieron sobre sus pasos.