sábado, 30 de junio de 2012

Arthur Rimbaud, Una Temporada en el Infierno (fragmento)

 Arthur Rimbaud, Una Temporada en el Infierno (fragmento)

Ya desde niño admiraba al forzado insumiso sobre
el que siempre se cierne el presidio; visitaba las
posadas y tugurios que él había consagrado con su
estancia; veía con su idea el cielo azul y el trabajo
florido del campo; presentía su fatalidad en las ciudades.
Tenía más fortaleza que un santo, más sentido
común que un viajero –y él, ¡él solo! por testigo
de su gloria y su razón.
Por los caminos, durante las noches invernosas, sin
cobijo, sin ropas, sin pan, una voz oprimía mi corazón
helado. “Debilidad o fuerza: hela aquí, es la
fuerza. No sabes a dónde vas ni por qué vas; entra
en todas partes, responde a todo. No te dejarán más
muerto que si fueras ya cadáver. Por la mañana,
tenía la mirada tan perdida y el porte tan mortecino,
que aquellos con quienes me encontré acaso no
me vieron.
En las ciudades, el lodo súbitamente se me antojaba
rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara se
mueve en la habitación contigua, ¡como un tesoro
en el bosque! Buena suerte, gritaba, y veía un mar
de llamas y humo en el cielo; y, a izquierda y derecha,
todas las riquezas que destellaban como innúmeros
relámpagos.
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Pero la orgía y la complicidad con las mujeres me
estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me
veía ante una multitud exasperada, encarado al
pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que
ellos no hubiesen podido comprender, ¡y perdonando!
–¡Como Juana de Arco! “Curas, profesores,
patronos, os equivocáis entregándome a la justicia.
Yo nunca pertenecí a este pueblo; nunca fui cristiano;
soy de la raza de los que cantaban durante el
suplicio; no comprendo las leyes, no tengo sentido
moral, soy un bruto: os equivocáis...”
Sí, mis ojos están cerrados a vuestra luz. Soy una
bestia, un negro. Pero puedo ser salvado. Vosotros
sois falsos negros, ¡vosotros! maníacos, feroces, avaros.
Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres
negro; general, tú eres negro; emperador, vieja
comezón, tú eres negro: has bebido un licor sin
tasar de la fábrica de Satán. –Este pueblo está inspirado
por la fiebre y el cáncer. Lisiados y ancianos
son tan respetables que piden ser cocidos. Lo más
astuto sería abandonar este continente, donde acecha
la locura para proveer de rehénes a estos miserables.
Yo entro en el verdadero reino de los hijos de
Cam.
¿Todavía conozco la naturaleza? ¿Me conozco a mí
mismo? –Basta de palabras. Sepulto a los muertos en
mi vientre. Gritos, tambor, danza, danza, danza,
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¡danza! Aún no veo el momento en que, al desembarcar
los blancos, me hundiré en la nada.
Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, ¡danza!
_______
Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse
al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el impacto de la gracia.
¡Ah, no lo había previsto!
Nunca hice el mal. Los días van a serme leves, se me
evitará el arrepentimiento. No habré padecido las
torturas del alma casi muerta al bien, de donde
asciende la luz severa como los cirios funerarios. El
destino del hijo de buena familia, prematuro ataúd
cubierto de inmaculadas lágrimas. Indudablemente,
el libertinaje es estúpido, el vicio es estúpido; hay
que dejar de lado la podredumbre. ¡Pero el reloj no
llegará a dar más que la hora del dolor puro! ¿Voy a
ser raptado como un niño, para jugar en el paraíso al
amparo de toda desgracia?
¡De prisa! ¿hay otras vidas? –Los sueños de riqueza
son imposibles. La riqueza fue siempre un bien
público. Sólo el amor divino otorga las claves de la
ciencia. Veo que la naturaleza no es sino un espectáculo
de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.
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El canto vivo de los ángeles se eleva del navío salvador:
es el amor divino. –¡Dos amores! puedo morir
de amor terreno, morir de devoción. ¡He abandonado
almas cuya pena se acrecentará con mi marcha!
Me escogéis entre los náufragos; ¿acaso no son amigos
míos los que se quedan?
¡Salvadlos!
Me ha nacido la razón. El mundo es bueno.
Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Esto ya no
son promesas de la infancia. Ni la esperanza de escapar
a la vejez y la muerte. Dios es mi fuerza, y yo
alabo a Dios.
_______
El tedio ha dejado de ser mi amor. Las rabias, el
libertinaje, la locura, cuyos arrebatos y desastres
conozco –he soltado toda mi carga. Apreciemos sin
vértigo la extensión de mi inocencia.
No sería ya capaz de pedir el consuelo de una paliza.
No me imagino embarcado en una boda teniendo
a Jesucristo como suegro.
No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero
la libertad en la salvación: ¿como alcanzarla? Las aficiones
frívolas me han abandonado. Ni la devoción ni
el amor divino me son ya necesarios. No añoro el siglo
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de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón,
desprecio y caridad: conservo mi lugar en lo alto de
esta arcangélica escala de sentido común.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o
no... no, no puedo. Soy excesivamente derrochador,
demasiado débil. La vida florece por el trabajo, antigua
verdad: en cuanto a mí, mi vida no tiene el peso
suficiente, echa a volar y flota lejos, por encima de
la acción, ese querido lugar del mundo.
¡En qué solterona me estoy convirtiendo, a falta de
coraje para amar la muerte!
Si Dios me concediese la calma celestial, levitante, la
plegaria –como a los antiguos santos– ¡los santos!,
¡hombres fuertes!, anacoretas, ¡artistas de esos que
ya no hacen falta!
¡Continua farsa! Mi inocencia me haría llorar. La
vida es la farsa que todos hemos de llevar a cabo.

viernes, 29 de junio de 2012

Raymond Carver, BOLSAS



Es octubre, un día húmedo. Desde la ventana del ho­tel veo demasiadas cosas de esta ciudad del Medio Oeste. Veo cómo se encienden las luces de algunos edificios, veo cómo el humo de las altas chimeneas se alza en colum­nas espesas. Me gustaría no tener que mirar.
Quiero contarles una historia que me contó mi padre cuando el año pasado pasé unas horas en Sacramento. Se refiere a ciertos hechos que le acontecieron dos años antes de aquel tiempo, entendiendo por aquel tiempo el inmediatamente anterior a que mi madre y él se divor­ciaran.
Soy vendedor de libros. Represento a una firma muy conocida. Publicamos libros de texto, y tenemos la sede en Chicago. Mi zona es Illinois, y partes de Iowa y de Wisconsin. Había asistido en Los Angeles a la conven­ción de la Western Book Publishers Association cuando se me ocurrió visitar a mi padre unas cuantas horas. No lo había vuelto a ver desde el divorcio, ¿comprenden? Así que saqué su dirección de la cartera y le envié un telegrama. A la mañana siguiente facturé mis cosas hasta Chicago y me embarqué en un avión con destino a Sa­cramento.
Tardé un minuto en verle. Estaba donde todo el mun­do, es decir, detrás de la puerta de salida. Pelo blanco, gafas, pantalones marrones de tela indeformable.
—Papá, ¿cómo estás? —pregunté.
El sólo dijo:
—Les.
Nos dimos un apretón de manos y fuimos hacia la terminal.
—¿Cómo están Mary y los chicos? —quiso saber.
—Todos estupendamente —respondí, y no era cierto.
Abrió una bolsa blanca de confitería. Explicó:
—He comprado algo que quizá quieras llevarte. No es gran cosa. Unos Almond Roca para Mary y unos ca­ramelos blandos para los chicos.
—Gracias —dije.
—No olvides la bolsa cuando te vayas —me advirtió.
Dejamos pasar a unas monjas que corrían hacia las puertas de embarque.
—¿Una copa o un café? —le pregunté.
—Lo que tú quieras —contestó—. Pero no tengo co­che —precisó.
Encontramos el bar, nos trajeron las bebidas, encen­dimos los cigarrillos.
—Bueno, aquí estamos —dije.
—Sí —asintió.
Me encogí de hombros y repetí: —Sí.
Me eché hacia atrás en mi asiento y aspiré profunda­mente, inhalando —me pareció— el aire de infortunio que rodeaba su cabeza.
Dijo:
—Calculo que el aeropuerto de Chicago es cuatro ve­ces más grande que éste.
—Es aún mayor —le aseguré.
—Creía que era grande —dijo.
—¿Desde cuándo usas gafas? —le pregunté.
—Desde hace poco.
Tomó un trago largo, y acto seguido fue al grano.
—Me hubiera gustado morirme —dijo. Puso sus gran­des brazos a ambos lados del vaso—. Eres un hombre educado, Les. La persona idónea para comprenderlo.
Levanté un costado del cenicero para leer lo que ha­bía escrito dentro: CLUB HARRAH / RENO Y LAKE TAHOE / BUENOS LUGARES DE DIVERSIÓN.
—Era una vendedora de productos Stanley. Una mu­jer menuda, con pequeños pies y pequeñas manos y pelo negro como el carbón. No era la mujer más bella del mundo. Pero sus modales eran muy delicados. Tenía trein­ta años y tenía hijos. Pero, aunque pasó lo que pasó, era una mujer decente.
»Tu madre le compraba siempre cosas: una escoba, una fregona, algún relleno de pastel... Ya conoces a tu madre. Era sábado, y me había quedado en casa. Tu ma­dre se había ido a no sé dónde. No sé dónde estaba. Pero no estaba trabajando. Yo leía el periódico y tomaba una taza de café en la sala cuando llamaron a la puerta. Era esa mujer menuda. Sally Wain. Me dijo que tenía unas cosas para la señora Palmer. "Soy el señor Palmer", digo yo. "La señora Palmer no está en este momento", le expli­co. La invito a pasar, ya sabes, con intención de pagarle las cosas que traía. Se quedó allí, vacilante. Allí de pie, sosteniendo la pequeña bolsa de papel y el recibo.
»—Vamos, démela —le sugiero—. ¿Por qué no pasa y se sienta un momento mientras veo si encuentro algo de dinero?
»—No se preocupe —responde ella—. Puede dejarlo a deber. Hay mucha gente que lo hace. No hay problema. —Sonríe para darme a entender que no hay problema, ya sabes.
»—No, no —insisto yo—. Prefiero pagarlo ahora. Así le ahorro un viaje y me ahorro tener deudas. Pase —digo, y mantengo abierta la puerta de tela metálica. No era cortés tenerla allí de pie en la puerta.
Mi padre tosió y cogió uno de mis cigarrillos. Al fon­do del bar una mujer reía. La miré, y luego volví a leer la leyenda del cenicero.
—Así que pasa, y yo digo: «Un momento, por favor», y entro en el dormitorio a buscar mi cartera. Miro en el tocador, pero no la encuentro. Hay algo de cambio y ce­rillas y mi peine, pero no logro dar con mi cartera. Tu madre se había pasado la mañana limpiando, ya sabes. Así que vuelvo a la sala y comento: «Bueno, ya encon­traré algo.»
»—Por favor, no se moleste —dice ella.
»—No es molestia —insisto—. Tengo que encontrar mi cartera, de todas formas. Póngase cómoda.
»—Oh, estoy bien —contesta.
»—Mire —digo—. ¿Ha oído lo del gran atraco en el Este? Estaba leyéndolo ahora.
»—Lo vi en la televisión anoche —responde.
»—Huyeron sin ningún problema —explico.
»—Lo hicieron muy inteligentemente —asiente.
»—El crimen perfecto —digo.
»—A muy pocos les sale bien —sentencia.
»Yo ya no sabía cómo continuar. Estábamos allí de pie, mirándonos. Así que salí al porche y busqué mis pantalo­nes en la cesta, donde supuse que los había puesto tu ma­dre. Encontré la cartera en el bolsillo trasero y volví a la sala y le pregunté cuánto le debía.
»Eran tres o cuatro dólares. Le pagué. Entonces, no sé por qué, le pregunté qué haría con el dinero si lo hu­biera conseguido ella, con todo aquel dinero que se ha­bían llevado los atracadores.
»Se rió y vi sus dientes.
»Y entonces no sé lo que me pasó, Les. Cincuenta y cinco años. Hijos ya mayores. Me daba perfecta cuenta de que no debía. Aquella mujer tenía la mitad de años que yo, y chiquillos en el colegio. Vendía para Stanley durante el horario escolar, sólo para ocuparse en algo. No tenía necesidad de trabajar. Tenían lo suficiente para salir adelante. Su marido, Larry, era chófer en la Con­solidated Freight. Ganaba un buen sueldo. Camionero, ya sabes.
Calló y se pasó el pañuelo por la cara.
Todos nos equivocamos alguna vez dije.
Sacudió la cabeza.
Tenía dos chicos, Hank y Freddy. Se llevaban como un año. Me enseñó unas fotos. En fin, se ríe cuando digo lo del dinero, asegura que dejaría de vender productos Stanley y que se iría a Dago y compraría una casa. Comen­tó que tenía parientes en Dago.
Encendí otro cigarrillo. Miré el reloj. El barman le­vantó las cejas y yo levanté el vaso.
Estaba sentada en el sofá y me preguntó si tenía un cigarrillo. Dijo que se los había dejado en el otro bolso, y que no fumaba desde que había salido de casa. Dijo que odiaba comprar un paquete en una máquina teniendo un cartón en casa. Le doy un cigarrillo y sos­tengo una cerilla para que lo encienda. Pero, créeme, Les, me temblaban los dedos.
Calló y examinó las botellas unos instantes. La mujer que había reído antes ceñía con ambos brazos los de los hombres que tenía a los lados.

Lo que vino después lo recuerdo vagamente. Re­cuerdo que le pregunté si quería un café. Dije que aca­baba de hacerlo. Ella dijo que tenía que irse. Que quizá tenía tiempo para tomar una taza. Fui a la cocina y es­peré a que el café se calentara. Te lo aseguro, Les, te lo juro por Dios: jamás le había sido infiel a tu madre en todo el tiempo en que fuimos marido y mujer. Ni una sola vez. Hubo veces en que me apetecía y se me presen­taba la ocasión. Créeme, tú no conoces a tu madre como la conozco yo. Le corté:
—No tienes por qué darme explicaciones.
—Le llevé el café. Para entonces se había quitado el abrigo. Me siento en el otro extremo del sofá y empeza­mos a hablar de cosas más personales. Me dice que tiene dos chicos en la escuela primaria Roosevelt y que Larry es camionero y que a veces está fuera una o dos sema­nas. En Seattle, o en Los Angeles, o incluso en Phoenix. Siempre por ahí. Me cuenta que conoció a Larry en la escuela secundaria. Dice que se siente orgullosa de haber llevado esa vida desde entonces. En fin, al poco suelta una risita por algo que yo he dicho. Era algo con doble sentido. Entonces me pregunta si conozco el del viajan­te de zapatos que llama a la puerta de la viuda. Nos reí­mos, y entonces le cuento uno un poco más picante. Aho­ra se ríe con ganas, y se fuma otro cigarrillo. Una cosa lleva a la otra, eso es lo que pasaba, ¿entiendes?
»Bien, entonces la besé. Le incliné la cabeza sobre el respaldo del sofá y la besé, y aún siento su lengua mo­viéndose inquieta para meterse dentro de mi boca. ¿Com­prendes lo que digo? Uno puede vivir obedeciendo todas las normas y un buen día, de pronto, nada importa un pimiento. Se te acaba la buena estrella, ¿entiendes?
«Pero todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Y luego me espeta: "Creerás que soy una puta o algo así", y lue­go se marchó sin más.
«Estaba tan excitado, ¿sabes? Ordené el sofá y di la vuelta a los cojines. Doblé todos los periódicos y hasta lavé las tazas que habíamos usado. Todo el tiempo pen­saba en cómo iba a mirar cara a cara a tu madre. Estaba asustado.
«Bien, así es como empezó. Tu madre y yo seguimos como siempre. Pero empecé a ver a esa mujer con asi­duidad.
La mujer del fondo del bar se bajó del taburete. Avan­zó hacia el centro del local y se puso a bailar. Echaba la cabeza de un lado para otro y hacía chasquear los dedos. El barman dejó de preparar bebidas. La mujer levantó los brazos por encima de la cabeza y se movió descri­biendo un pequeño círculo sobre el piso. Pero luego dejó de hacerlo y el barman volvió a sus cosas.
—¿Has visto eso? —preguntó mi padre.
Pero yo no dije ni una palabra.

—Así es como funcionó la cosa —prosiguió—. Larry tenía su calendario de viajes, y yo iba a verla siempre que podía. A tu madre le decía que iba a algún sitio.
Se quitó las gafas y cerró los ojos.
—No se lo había contado a nadie.
¿Había algo que comentar a esto? Miré hacia las pistas y luego mi reloj.
—Escucha, ¿a qué hora sale tu avión? ¿No podrías co­ger otro? Deja que invite a otra copa, Les. Pide dos más. Me daré prisa. Acabaré de contártelo en un minuto. Es­cucha.
«Tenía la foto de Larry en el cuarto, al lado de la cama. Al principio me molestaba; ver su fotografía allí y todo eso. Pero al cabo de un tiempo me acostumbré a ella. ¿Te das cuenta de cómo nos habituamos a las co­sas? —Sacudió la cabeza—. Es increíble. Bueno, pues, todo acabó mal. Ya lo sabes. Lo sabes todo perfecta­mente.
—Sólo sé lo que me cuentas —dije.
—Escucha, Les. Déjame explicarte lo realmente impor­tante en este asunto. ¿Sabes?, hay cosas. Hay cosas más importantes que el hecho de que tu madre me dejara. Verás, escucha esto. Estábamos en la cama un día. Debía de ser sobre el mediodía. Estábamos allí acostados, char­lando. Puede que yo estuviera dando una cabezada. Esa especie de duermevela extraño, como con sueños, ya sa­bes. Pero al mismo tiempo me digo que no debo olvidar que tengo que levantarme e irme. Y en eso estoy cuando el coche entra en el jardín y alguien se baja y cierra de golpe la puerta.
»—Dios mío —chilla ella—. ¡Es Larry!
»Debí de enloquecer. Me parece recordar que pensé que si salía corriendo por la puerta de atrás, él me iba a aplastar contra la gran valla del jardín, y quizás hasta me matara. Sally hacía un ruido extraño con la boca. Como si no pudiera respirar. Tenía puesta la bata, pero la llevaba abierta, y estaba en la cocina sacudiendo la cabeza. Todo está sucediendo a un tiempo, ya entiendes. Y allí estoy yo, casi desnudo, con las ropas en la mano, y Larry abriendo la puerta principal. Bien, salto. Salto contra el ventanal, así, a través del cristal.
—¿Conseguiste escapar? —pregunté—. ¿No te persi­guió?
Mi padre me miró como si me hubiera vuelto loco. Fijó la mirada en su vaso vacío. Yo miré el reloj, me esti­ré. Tenía un ligero dolor de cabeza a la altura de los ojos.
Comenté:
—Creo que tendré que ir para allí en seguida. —Me pasé la mano por la barbilla y me ajusté bien el cuello de la camisa—. ¿Sigue en Redding esa mujer?
—¿No entiendes nada, verdad? —dijo mi padre—. No entiendes nada de nada. Sólo sabes vender libros.
Era casi la hora de marcharme.
—Oh, Dios, lo siento —exclamó—. El hombre se de­rrumbó, eso es lo que pasó. Se dejó caer en el suelo y se echó a llorar. Ella se quedó en la cocina. Se quedó allí, llorando. Se puso de rodillas y empezó a implorar a Dios, a voz en grito para que su marido la oyera.
Mi padre empezó a decir algo más. Pero en lugar de seguir movió la cabeza. Puede que quisiera que fuera yo quien me pusiera a hablar.

Y al cabo añadió:
—No, tienes que coger el avión.
Le ayudé a ponerse el abrigo; luego lo conduje por el codo.
—Te dejaré en un taxi —propuse. El dijo:
—Quiero verte despegar.
—De acuerdo —asentí—. Quizá la próxima vez.
Nos dimos la mano. Y no lo he vuelto a ver. Camino de Chicago, caí en la cuenta de que había olvidado la bol­sa de los regalos en el bar. Mejor. Mary no necesitaba dulces, ni Almond Roca ni nada parecido.
Esto fue el año pasado. Ahora lo necesita aún menos.

martes, 26 de junio de 2012



Oliverio Girondo, No se Me importa un pito.

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de sorportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres…
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"… y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes…
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.

lunes, 25 de junio de 2012

Rene Descartes, Discurso Del Metodo. Fragmento

 Rene Descartes, Discurso Del Metodo. Fragmento

(...) ¿que es lo que puede separarse de mi mismo? tan manifiesto es que yo soy el que dudo, el que conozco y el que quiero, que no se me ocurre nada para explicarlo mas claramente. por otra parte yo soy el que imagino, dado que, aunque ninguna cosa imaginada sea cierta, existe con todo el poder de imaginar, que es una parte de mi pensamiento.