lunes, 2 de julio de 2012

Charles Baudelaire, La modernidad

Charles Baudelaire, La modernidad
De este modo va, corre, busca. ¿Qué busca? Sin duda, este hombre, tal como lo
he pintado, este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a través
del gran desierto de hombres, tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un
fin más general, otro que el placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos
permitirá llamar la modernidad; pues no surge mejor palabra para expresar la idea en
cuestión. Se trata, para él, de separar de la moda lo que puede contener de poético en lo
histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio. Si echamos una ojeada a nuestras exposiciones
de cuadros modernos, nos impresiona la tendencia general de los artistas a vestir
a todos los personajes con trajes antiguos. Casi todos se sirven de las modas y de los
muebles del Renacimiento, como David se servía de las modas y de los muebles romanos.
Sin embargo existe una diferencia: David, habiendo elegido temas griegos y romanos,
no podía hacer otra cosa que vestidos a la antigua, en tanto que los pintores actuales,
al elegir temas de naturaleza general aplicable a todas las épocas, se obstinan en ataviados
con los trajes de la Edad Media, del Renacimiento o del Oriente. Es, evidentemente,
signo de una gran pereza; pues es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente
feo en el vestido de una época, que aplicarse a extraer la belleza misteriosa
que puede contener, por mínima y ligera que sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo,
lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. Ha
habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los hermosos retratos
que nos quedan de tiempos anteriores están vestidos con trajes de su época. Son perfectamente
armoniosos, porque el traje, el peinado e incluso el gesto, la mirada y la sonrisa
(cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa) forman un todo de una completa
vitalidad. Este elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes, no
tienen el derecho de despreciado o de prescindir de él. Suprimiéndolo, caen forzosamente
en el vacío de una belleza abstracta e indefinible, como la de la única mujer antes del
primer pecado. Si sustituyen el traje de la época, que se impone necesariamente, por
otro, estarán haciendo un contrasentido que no puede tener excusa más que en el caso de
una mascarada que pide la moda. Así, las diosas, las ninfas y los sultanes del siglo
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XVIII son retratos moralmente parecidos.
Sin duda es excelente estudiar a los antiguos maestros para aprender a pintar,
pero no puede ser más que un ejercicio superfluo si su finalidad es comprender el carácter
de la belleza presente. Los ropajes de Rubens o Veronés no les enseñarán a hacer el
muaré antiguo, el. satén a la reina, o cualquier otro tejido de nuestras fábricas, levantado,
balanceado por la miriñaque o las faldas de muselina almidonada. El tejido y el grano
no son los mismos de las telas de la antigua Venecia o de las que se llevaban en la
corte de Catalina. Añadamos también que el corte de la falda y del corsé es absolutamente
diferente, que los pliegues están dispuestos con un nuevo sistema, y, por último,
que el gesto y el porte de la mujer actual dan a su vestido una vida y una fisonomía que
no son los de la mujer antigua. En una palabra, para que toda modernidad sea digna de
convertirse en antigüedad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la
vida humana introduce involuntariamente. A esa tarea se aplica particularmente el Sr. G.
He dicho que cada época tenía su porte, su mirada y su gesto. Esta. proposición
es sobre todo fácil de verificar en una vasta galería de retratos (la de Versalles, por
ejemplo). Pero puede llevarse todavía más lejos. En la unidad llamada nación, las profesiones,
las castas, los siglos introducen la variedad, no solamente en los gestos y las maneras,
sino también en la forma positiva del rostro. Tal nariz, tal boca, tal frente llenan
el intervalo de una duración que no pretendo determinar aquí, pero que ciertamente puede
ser sometida a un cálculo. Tales consideraciones no son lo bastante familiares a los
retratistas; y el gran defecto del Sr. Ingres, en particular, es querer imponer a cada tipo
que posa un perfeccionamiento más o menos despótico, tomado del repertorio de las
ideas clásicas.
En semejante materia sería fácil y legítimo razonar a priori. La correlación perpetua
de lo que llamamos el alma con lo que llamamos el cuerpo explica muy bien
cómo todo lo que es material o efluvio de lo espiritual representa y representará siempre
lo espiritual de lo que deriva. Si un pintor paciente y minucioso, pero de imaginación
mediocre, al tener que pintar a una cortesana del tiempo presente, se inspira (es la palabra
consagrada) en una cortesana de Tiziano o de Rafael, es infinitamente probable que
haga una obra falsa, ambigua y oscura. El estudio de una obra maestra de ese tiempo y
de ese género' no le enseñaráni la actitud, ni la mirada, ni el gesto, ni el aspecto vital de
una de esas criaturas que el diccionario de la moda ha clasificado sucesivamente bajo
los títulos groseros o jocosos de impuras, mujeres entretenidas, mujeres galantes y queridas.
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La misma crítica se aplica rigurosamente al estudio del militar, del dandi, del
propio animal, perro o caballo, y de todo aquello que compone la vida externa de un siglo.
¡Ay de aquel que estudie en lo antiguo otra cosa que el arte puro, la lógica, el método
general! Por mucho zambullirse, pierde la memoria del presente; abdica el valor y los
privilegios que aporta la circunstancia; pues casi toda nuestra originalidad proviene del
sello que el tiempo imprime a nuestras sensaciones. El lector comprende por anticipado
que yo podría verificar fácilmente mis asertos sobre otros numerosos objetos distintos a
la mujer. ¿Qué diría, por ejemplo, de un pintor de marinas (llevo la hipocresía al extremo)
que, teniendo que reproducir la belleza sobria y elegante del navío moderno, fatigara
sus ojos estudiando las formas recargadas, contorneadas, la popa monumental del
navío antiguo y el velamen complicado del siglo XVI? ¿Y, qué pensarían de un artista al
que hubieran encargado hacer el retrato de un pura sangre, célebre en las solemnidades
del hipódromo, si limitara su observación a los museos, si se contentara con contemplar
el caballo en las galerías del pasado, en Van Dyck, Bourguignon o Van der Meulen?
El Sr. G., dirigido por la naturaleza, tiranizado por la circunstancia, ha seguido
una vía completamente diferente. Ha empezado por contemplar la vida, y sólo más tarde
se las ha ingeniado para aprender los medios de expresar la vida. El resultado ha sido
una originalidad conmovedora, en la que lo que puede quedar de bárbaro y de ingenuo
aparece como una nueva prueba de obediencia a la impresión, como un halago a la verdad.
Para la mayoría de nosotros, sobre todo para las personas de negocios, a cuyos ojos
la naturaleza no existe, de no ser en sus relaciones de utilidad con sus negocios, lo
fantástico real de la vida está singularmente mitigado. El Sr. G. lo absorbe continuamente;
tiene la memoria y los ojos llenos de ello.

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