sábado, 31 de diciembre de 2011
André Breton Antologia del humor negro
André Breton
Antologia del humor negro
Charles baudelaire (1821-1867)
El humor de Baudelaire forma parte integrante de su concepción de dandysmo. Es sabido que, para el, “la palabra dandy implica una quintaesencia del carácter y una sutil inteligencia de todo el carácter moral de este mundo”. Nadie mejor que él se a preocupado de definir el humor en oposición a la alegría trivial o al sarcasmo corrosivo en los cuales suele reconocerse el “sprit français”. Coloca a Moliere a las cabezas de las “ridículas religiones modernas”; Voltaire es “el antipoeta, el rey de los necios, el predicador de las porteras, el príncipe de los superficiales, el antiartista, el tío Gigogne de los redactores del Siecle”. El dandy se siente dividido entre la preocupación narcisista por sus actitudes y sus actos (“debe aspirar a ser sublime ininterrumpidamente, debe vivir y morir ante su espejo”) y el deseo de provocar ante su paso un largo rumor desaprobador (“lo que tiene de fascinante el mal gusto, es el placer aristocrático de disgustar”). En Baudelaire, los cuidados de tocador testimoniarían por si solos aquella toma de posición que prevalecerá sobre todas las vicisitudes de la fortuna, de los guantes rosa-palido de su juventud fastuosa, a travez de la peluca verde exhibida en el Café-Riche, hasta el boa de plumas escarlata, adorno supremo de los días infortunados. Sus insultos, sus fantasiosas confidencias en publico obedecen a un deseo de chocar, de molestar, de sorprender (a quemarropa a Nadar: “¿no probaría con migo los sesos de los niños? Deben tener como un gusto a avellana”; a un transeúnte que acaba de rechazarle fuego para no hacer caer la ceniza de su cigarro “ perdón, señor, ¿seria tan amable de decirme su nombre? – me gustaría conocer el nombre del hombre que quiere conservar sus cenizas”; a un burgués que elogiaba los méritos de sus dos hijas “¿Y a cual de ambas jóvenes destina a la prostitución?” a una joven en una cervecería “Señorita, usted que esta coronada por espigas de oro y me escucha con dientes tan bonitos, me gustaría morderla… me gustaría atarle las manos y colgarla por las muñecas del techo de mi habitación; entonces me arrodillaría y besaría sus pies desnudos”). Consagra su vida a lo que la mayoría de los hombres entendería como imágenes de pesadilla “sus amores, puede leerse en Le Gaulois del 30 de septiembre de 1886, tuvieron por objeto mujeres fenómenos. Pasaba de la enana a la giganta, y reprochaba a la Providencia que negara la salud a aquellos seres privilegiados. Había perdido varias gigantas de tisis y dos enanas de gastritis. Al contarlo, suspiraba, se postraba en un profundo silencio y terminaba así, “una de estas enanas media solamente setenta y dos centímetros, en este mundo no se puede tenerlo todo, murmuraba filosóficamente”. De grado o a la fuerza, es preciso convenir, en que Baudelaire cuido particularísimamente este lado de su personaje, que persistió –este lado parece haber escapado milagrosamente al naufragio final-, que en cierta forma se sublimo en el curso de los años de decadencia intelectual que precedieron a su muerte. “cuando se miro al espejo, no se reconoció y saludo”; sus ultimas palabras, interrumpiendo un silencio de varios meses, fueron para pedir en la mesa, con la mayor naturalidad del mundo, que le pasaran la mostaza. El humor negro, en Baudelaire, revela por esta parte su pertenencia al fondo orgánico del ser. No tener en cuenta esta disposición electiva o pasarla por alto con indulgencia equivale a no comprender nada de su genio. Corrobora toda la percepción estética sobre la que descansa su obra, y desarrolla, en relación estrecha con ella, sobre el plan poético, la serie de preceptos que conmoverán toda la sensibilidad ulterior. “contar pomposamente cosas cómicas. – la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa, la admiración son una parte esencial y la característica de la belleza. – dos cualidades literarias fundamentales: sobrenaturalismo e ironía. – la mezcla de lo grotesco y lo trágico es agradable al espíritu, como las discordancias a los oídos blasés. – imaginar un argumento para una bufonada lirica y mágica, para una pantomima, y traducir eso en una novela seria. Ahogar el todo en una atmosfera anormal y soñadora en la atmosfera de los grandes días… región de la poesía pura” (Fusées)
viernes, 30 de diciembre de 2011
CAPOTE, Truman, Prefacio de Música para camaleones
CAPOTE, Truman, Prefacio de Música para camaleones, RBA Editores, Barcelona, 1994, pág. 5.
Mi vida – como artista, por lo menos – puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me había narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas practicaban el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oir” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ese hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly. Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante diez años experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes, la mayoría para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero en The New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Corage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorios, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como su fuera una novela: ¿ganaría o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema –un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas- y finalmente, en 1996, pude publicar el resultado: A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al poker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero y seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la Noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965. Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento –o argumentos, más bien- eran verídicos, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y / o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered Prayers en setiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma –digamos el cuento- todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos, nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir tros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.
Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.
¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.
jueves, 29 de diciembre de 2011
Walter Benjamín, Libro de los Pasajes
1. pasaje des Deux-soeurs (Paris).
2. pasaje du Caire (Paris)
germaine krull
Ilustraciones del libro de los psajes de Walter Benjamin
Walter Benjamín, Libro de los Pasajes. "Proyectos iniciales"
En la Avenida de los Campos Elíseos, entre hoteles nuevos con nombres anglosajones, se abrieron hace poco unas arcadas, dando así lugar al mas reciente pasaje parisino. Para su inauguración, una enorme orquesta uniformada toco ante parterres de flores y gráciles surtidores. La gente se amontonaba entre murmullos en los umbrales de arenisca a lo largo de grande espejos, veía caer una lluvia artificial sobre las entrañas de cobre de los automóviles mas recientes como prueba de la bondad del material, veía moverse ruedas en aceite, leía en pequeños carteles negros las cifras en cristal strass de los precios de los artículos de piel, de los discos de gramófono y de los kimonos bordados. Bajo una difusa luz cenital, la gente se deslizaba sobre baldosas. Mientras que aquí se ha preparado un nuevo pasaje para el parís de ultima moda, ha desaparecido uno de los mas antiguos de la ciudad, el pasaje lÓpera, devorado por la irrupción del bulevar Haussmann. Tal como iso esa notable galería hasta hace poco, algunos pasajes conservan aun hoy, entre luz chillona y rincones oscuros, un pasado echo espacio. Algunos anticuados negocios se aferran a estos espacios interiores, y la mercancía expuesta en ellos es confusa, o tiene muchas interpretaciones. En las puertas de entrada (lo mismo se puede decir que son puertas de salida, pues en estas extrañas formas que mezclan casa y calle toda puerta es entrada y salida a la vez) , los carteles y letreros tiene ya algo enigmático. Las inscripciones se repiten luego dentro, donde, entre percheros sobrecargados, alguna que otra escalera de caracol sube hacia la oscuridad. Albert au 83 bien podría ser un peluquero, y los maillots de théatre serán camisetas de seda, pero esas letras insistentes quieren decir algo mas. Quien tuviera valor para subir la desgastada escalerilla que conduce al instituto de belleza del profesor Alfred Bitterlin. Umbrales de mosaico al estilo de los viejos restaurantes del Palais Royal conducen a un Diner de Paris, dando a una puerta de cristal tras la que tan improbable resulta que haya realmente un restaurante. Y la siguiente puerta de cristal, que promete un casino y deja ver algo como una taquilla anunciando los precios de las localidades, ¿no conducirá, cuando la abramos a la oscuridad, a un sótano o a la call, en lugar de a una sala de teatro? sobre la taquilla se almacenan de un golpe medias, otra vez medias, como arriba, en el sanatorio de muñecos, y antes, junto al mostrador de despacho de licores. – en los animados pasajes de los bulevares, como en los algo vacíos de la calle Saint-Denis, se exponen paraguas y bastones en apretadas filas: una falange de pomos multicolores. Son frecuentes los institutos de igiene, donde se ven gladiadores con fajas, mientras que los vendajes se ciñen alrededor de blancos vientres de maniquí. En las ventanas de las peluquerías se ve a las ultimas mujeres con cabello largo, mostrando mechones profundamente ondulados: petrificados recorridos del cabello. Que frágil se ve, al lado y arriba, la fabrica de las paredes: ¡papel mache en plena descomposición! Los souvenirs y bibelots resultan espantosos; reposa al acecho la odalisca junto al tintero; adoradoras en camisas de punto levantan ceniceros como acetres. Una librería pone manuales sobre el amor junto a estampitas de colores; hace cabalgar a Napoleón en Marengo junto a las memorias de una doncella de cámara, y entre un libro de sueños y otro de cocina, hace marchar a antiguos ingleses por los caminos ancho y estrecho del evangelio. Se conservan en los pasajes modelos de botones de cuello cuyo correspondientes cuellos y camisas ya no conocemos. Si una zapateria esta junto a una confitería sus cordones se parecen al regaliz. Sober sellos y cajas de imprenta ruedan balduques y ovillos de seda. Desnudos torsos de muñecos con cabezas calvas esperan su pelo y su vestido. Verde rana y rojo coral, los peines nadan como en un acuario, las trompetas se vuelven conchas, las ocarinas pomos de paraguas, hay alpiste en las cubetas de la cámara oscura. Tres sillas de felpa con tapetes de ganchillo tiene el vigilante de la galería en su garito, pero al lado hay una tienda vacía, de cuyo inventarios solo quedo un letrero, que pretende comprar dentaduras de oro, de cera y rotas. Aquí en la parte tranquila del pasillo lateral personas de ambos sexos pueden convertirse en personas de servicio, donde tras el cristal se a instalado un decorado de comedor. Sobre la tela de apagados tonos de la pared, llena de cuadros y bustos de bronce, arroja su luz una lámpara de gas. Junto a ella lee una anciana. Esta sola, como desde hace años. La galería se vacia ahora cada vez mas. En la subida de una escalera, un pequeño paraguas rojo de ojalata hace de reclamo de una fabrica de varillas de paraguas; un polvoriento tocado de novia promete una tienda de lazos para bodas y banquetes. Pero ya no hay quien lo crea. Escalera de incendios, canalones: estoy en la calle. Enfrente hay otra vez algo como un pasaje., una especie de abovedado, y dentro un callejón que va hasta un Hotel de Boulogne o de Bourgogne con una sola ventana. Pero ahí ya no tengo que entrar; subo por la calle hasta el arco del triunfo que gris y gloriosomente se erigio a Ludovico Magno. En las pirámides en relieve de sus ascendentes pilares reposan leones, cuelgan armas y trofeos desvaídos.