viernes, 29 de junio de 2012

Raymond Carver, BOLSAS



Es octubre, un día húmedo. Desde la ventana del ho­tel veo demasiadas cosas de esta ciudad del Medio Oeste. Veo cómo se encienden las luces de algunos edificios, veo cómo el humo de las altas chimeneas se alza en colum­nas espesas. Me gustaría no tener que mirar.
Quiero contarles una historia que me contó mi padre cuando el año pasado pasé unas horas en Sacramento. Se refiere a ciertos hechos que le acontecieron dos años antes de aquel tiempo, entendiendo por aquel tiempo el inmediatamente anterior a que mi madre y él se divor­ciaran.
Soy vendedor de libros. Represento a una firma muy conocida. Publicamos libros de texto, y tenemos la sede en Chicago. Mi zona es Illinois, y partes de Iowa y de Wisconsin. Había asistido en Los Angeles a la conven­ción de la Western Book Publishers Association cuando se me ocurrió visitar a mi padre unas cuantas horas. No lo había vuelto a ver desde el divorcio, ¿comprenden? Así que saqué su dirección de la cartera y le envié un telegrama. A la mañana siguiente facturé mis cosas hasta Chicago y me embarqué en un avión con destino a Sa­cramento.
Tardé un minuto en verle. Estaba donde todo el mun­do, es decir, detrás de la puerta de salida. Pelo blanco, gafas, pantalones marrones de tela indeformable.
—Papá, ¿cómo estás? —pregunté.
El sólo dijo:
—Les.
Nos dimos un apretón de manos y fuimos hacia la terminal.
—¿Cómo están Mary y los chicos? —quiso saber.
—Todos estupendamente —respondí, y no era cierto.
Abrió una bolsa blanca de confitería. Explicó:
—He comprado algo que quizá quieras llevarte. No es gran cosa. Unos Almond Roca para Mary y unos ca­ramelos blandos para los chicos.
—Gracias —dije.
—No olvides la bolsa cuando te vayas —me advirtió.
Dejamos pasar a unas monjas que corrían hacia las puertas de embarque.
—¿Una copa o un café? —le pregunté.
—Lo que tú quieras —contestó—. Pero no tengo co­che —precisó.
Encontramos el bar, nos trajeron las bebidas, encen­dimos los cigarrillos.
—Bueno, aquí estamos —dije.
—Sí —asintió.
Me encogí de hombros y repetí: —Sí.
Me eché hacia atrás en mi asiento y aspiré profunda­mente, inhalando —me pareció— el aire de infortunio que rodeaba su cabeza.
Dijo:
—Calculo que el aeropuerto de Chicago es cuatro ve­ces más grande que éste.
—Es aún mayor —le aseguré.
—Creía que era grande —dijo.
—¿Desde cuándo usas gafas? —le pregunté.
—Desde hace poco.
Tomó un trago largo, y acto seguido fue al grano.
—Me hubiera gustado morirme —dijo. Puso sus gran­des brazos a ambos lados del vaso—. Eres un hombre educado, Les. La persona idónea para comprenderlo.
Levanté un costado del cenicero para leer lo que ha­bía escrito dentro: CLUB HARRAH / RENO Y LAKE TAHOE / BUENOS LUGARES DE DIVERSIÓN.
—Era una vendedora de productos Stanley. Una mu­jer menuda, con pequeños pies y pequeñas manos y pelo negro como el carbón. No era la mujer más bella del mundo. Pero sus modales eran muy delicados. Tenía trein­ta años y tenía hijos. Pero, aunque pasó lo que pasó, era una mujer decente.
»Tu madre le compraba siempre cosas: una escoba, una fregona, algún relleno de pastel... Ya conoces a tu madre. Era sábado, y me había quedado en casa. Tu ma­dre se había ido a no sé dónde. No sé dónde estaba. Pero no estaba trabajando. Yo leía el periódico y tomaba una taza de café en la sala cuando llamaron a la puerta. Era esa mujer menuda. Sally Wain. Me dijo que tenía unas cosas para la señora Palmer. "Soy el señor Palmer", digo yo. "La señora Palmer no está en este momento", le expli­co. La invito a pasar, ya sabes, con intención de pagarle las cosas que traía. Se quedó allí, vacilante. Allí de pie, sosteniendo la pequeña bolsa de papel y el recibo.
»—Vamos, démela —le sugiero—. ¿Por qué no pasa y se sienta un momento mientras veo si encuentro algo de dinero?
»—No se preocupe —responde ella—. Puede dejarlo a deber. Hay mucha gente que lo hace. No hay problema. —Sonríe para darme a entender que no hay problema, ya sabes.
»—No, no —insisto yo—. Prefiero pagarlo ahora. Así le ahorro un viaje y me ahorro tener deudas. Pase —digo, y mantengo abierta la puerta de tela metálica. No era cortés tenerla allí de pie en la puerta.
Mi padre tosió y cogió uno de mis cigarrillos. Al fon­do del bar una mujer reía. La miré, y luego volví a leer la leyenda del cenicero.
—Así que pasa, y yo digo: «Un momento, por favor», y entro en el dormitorio a buscar mi cartera. Miro en el tocador, pero no la encuentro. Hay algo de cambio y ce­rillas y mi peine, pero no logro dar con mi cartera. Tu madre se había pasado la mañana limpiando, ya sabes. Así que vuelvo a la sala y comento: «Bueno, ya encon­traré algo.»
»—Por favor, no se moleste —dice ella.
»—No es molestia —insisto—. Tengo que encontrar mi cartera, de todas formas. Póngase cómoda.
»—Oh, estoy bien —contesta.
»—Mire —digo—. ¿Ha oído lo del gran atraco en el Este? Estaba leyéndolo ahora.
»—Lo vi en la televisión anoche —responde.
»—Huyeron sin ningún problema —explico.
»—Lo hicieron muy inteligentemente —asiente.
»—El crimen perfecto —digo.
»—A muy pocos les sale bien —sentencia.
»Yo ya no sabía cómo continuar. Estábamos allí de pie, mirándonos. Así que salí al porche y busqué mis pantalo­nes en la cesta, donde supuse que los había puesto tu ma­dre. Encontré la cartera en el bolsillo trasero y volví a la sala y le pregunté cuánto le debía.
»Eran tres o cuatro dólares. Le pagué. Entonces, no sé por qué, le pregunté qué haría con el dinero si lo hu­biera conseguido ella, con todo aquel dinero que se ha­bían llevado los atracadores.
»Se rió y vi sus dientes.
»Y entonces no sé lo que me pasó, Les. Cincuenta y cinco años. Hijos ya mayores. Me daba perfecta cuenta de que no debía. Aquella mujer tenía la mitad de años que yo, y chiquillos en el colegio. Vendía para Stanley durante el horario escolar, sólo para ocuparse en algo. No tenía necesidad de trabajar. Tenían lo suficiente para salir adelante. Su marido, Larry, era chófer en la Con­solidated Freight. Ganaba un buen sueldo. Camionero, ya sabes.
Calló y se pasó el pañuelo por la cara.
Todos nos equivocamos alguna vez dije.
Sacudió la cabeza.
Tenía dos chicos, Hank y Freddy. Se llevaban como un año. Me enseñó unas fotos. En fin, se ríe cuando digo lo del dinero, asegura que dejaría de vender productos Stanley y que se iría a Dago y compraría una casa. Comen­tó que tenía parientes en Dago.
Encendí otro cigarrillo. Miré el reloj. El barman le­vantó las cejas y yo levanté el vaso.
Estaba sentada en el sofá y me preguntó si tenía un cigarrillo. Dijo que se los había dejado en el otro bolso, y que no fumaba desde que había salido de casa. Dijo que odiaba comprar un paquete en una máquina teniendo un cartón en casa. Le doy un cigarrillo y sos­tengo una cerilla para que lo encienda. Pero, créeme, Les, me temblaban los dedos.
Calló y examinó las botellas unos instantes. La mujer que había reído antes ceñía con ambos brazos los de los hombres que tenía a los lados.

Lo que vino después lo recuerdo vagamente. Re­cuerdo que le pregunté si quería un café. Dije que aca­baba de hacerlo. Ella dijo que tenía que irse. Que quizá tenía tiempo para tomar una taza. Fui a la cocina y es­peré a que el café se calentara. Te lo aseguro, Les, te lo juro por Dios: jamás le había sido infiel a tu madre en todo el tiempo en que fuimos marido y mujer. Ni una sola vez. Hubo veces en que me apetecía y se me presen­taba la ocasión. Créeme, tú no conoces a tu madre como la conozco yo. Le corté:
—No tienes por qué darme explicaciones.
—Le llevé el café. Para entonces se había quitado el abrigo. Me siento en el otro extremo del sofá y empeza­mos a hablar de cosas más personales. Me dice que tiene dos chicos en la escuela primaria Roosevelt y que Larry es camionero y que a veces está fuera una o dos sema­nas. En Seattle, o en Los Angeles, o incluso en Phoenix. Siempre por ahí. Me cuenta que conoció a Larry en la escuela secundaria. Dice que se siente orgullosa de haber llevado esa vida desde entonces. En fin, al poco suelta una risita por algo que yo he dicho. Era algo con doble sentido. Entonces me pregunta si conozco el del viajan­te de zapatos que llama a la puerta de la viuda. Nos reí­mos, y entonces le cuento uno un poco más picante. Aho­ra se ríe con ganas, y se fuma otro cigarrillo. Una cosa lleva a la otra, eso es lo que pasaba, ¿entiendes?
»Bien, entonces la besé. Le incliné la cabeza sobre el respaldo del sofá y la besé, y aún siento su lengua mo­viéndose inquieta para meterse dentro de mi boca. ¿Com­prendes lo que digo? Uno puede vivir obedeciendo todas las normas y un buen día, de pronto, nada importa un pimiento. Se te acaba la buena estrella, ¿entiendes?
«Pero todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Y luego me espeta: "Creerás que soy una puta o algo así", y lue­go se marchó sin más.
«Estaba tan excitado, ¿sabes? Ordené el sofá y di la vuelta a los cojines. Doblé todos los periódicos y hasta lavé las tazas que habíamos usado. Todo el tiempo pen­saba en cómo iba a mirar cara a cara a tu madre. Estaba asustado.
«Bien, así es como empezó. Tu madre y yo seguimos como siempre. Pero empecé a ver a esa mujer con asi­duidad.
La mujer del fondo del bar se bajó del taburete. Avan­zó hacia el centro del local y se puso a bailar. Echaba la cabeza de un lado para otro y hacía chasquear los dedos. El barman dejó de preparar bebidas. La mujer levantó los brazos por encima de la cabeza y se movió descri­biendo un pequeño círculo sobre el piso. Pero luego dejó de hacerlo y el barman volvió a sus cosas.
—¿Has visto eso? —preguntó mi padre.
Pero yo no dije ni una palabra.

—Así es como funcionó la cosa —prosiguió—. Larry tenía su calendario de viajes, y yo iba a verla siempre que podía. A tu madre le decía que iba a algún sitio.
Se quitó las gafas y cerró los ojos.
—No se lo había contado a nadie.
¿Había algo que comentar a esto? Miré hacia las pistas y luego mi reloj.
—Escucha, ¿a qué hora sale tu avión? ¿No podrías co­ger otro? Deja que invite a otra copa, Les. Pide dos más. Me daré prisa. Acabaré de contártelo en un minuto. Es­cucha.
«Tenía la foto de Larry en el cuarto, al lado de la cama. Al principio me molestaba; ver su fotografía allí y todo eso. Pero al cabo de un tiempo me acostumbré a ella. ¿Te das cuenta de cómo nos habituamos a las co­sas? —Sacudió la cabeza—. Es increíble. Bueno, pues, todo acabó mal. Ya lo sabes. Lo sabes todo perfecta­mente.
—Sólo sé lo que me cuentas —dije.
—Escucha, Les. Déjame explicarte lo realmente impor­tante en este asunto. ¿Sabes?, hay cosas. Hay cosas más importantes que el hecho de que tu madre me dejara. Verás, escucha esto. Estábamos en la cama un día. Debía de ser sobre el mediodía. Estábamos allí acostados, char­lando. Puede que yo estuviera dando una cabezada. Esa especie de duermevela extraño, como con sueños, ya sa­bes. Pero al mismo tiempo me digo que no debo olvidar que tengo que levantarme e irme. Y en eso estoy cuando el coche entra en el jardín y alguien se baja y cierra de golpe la puerta.
»—Dios mío —chilla ella—. ¡Es Larry!
»Debí de enloquecer. Me parece recordar que pensé que si salía corriendo por la puerta de atrás, él me iba a aplastar contra la gran valla del jardín, y quizás hasta me matara. Sally hacía un ruido extraño con la boca. Como si no pudiera respirar. Tenía puesta la bata, pero la llevaba abierta, y estaba en la cocina sacudiendo la cabeza. Todo está sucediendo a un tiempo, ya entiendes. Y allí estoy yo, casi desnudo, con las ropas en la mano, y Larry abriendo la puerta principal. Bien, salto. Salto contra el ventanal, así, a través del cristal.
—¿Conseguiste escapar? —pregunté—. ¿No te persi­guió?
Mi padre me miró como si me hubiera vuelto loco. Fijó la mirada en su vaso vacío. Yo miré el reloj, me esti­ré. Tenía un ligero dolor de cabeza a la altura de los ojos.
Comenté:
—Creo que tendré que ir para allí en seguida. —Me pasé la mano por la barbilla y me ajusté bien el cuello de la camisa—. ¿Sigue en Redding esa mujer?
—¿No entiendes nada, verdad? —dijo mi padre—. No entiendes nada de nada. Sólo sabes vender libros.
Era casi la hora de marcharme.
—Oh, Dios, lo siento —exclamó—. El hombre se de­rrumbó, eso es lo que pasó. Se dejó caer en el suelo y se echó a llorar. Ella se quedó en la cocina. Se quedó allí, llorando. Se puso de rodillas y empezó a implorar a Dios, a voz en grito para que su marido la oyera.
Mi padre empezó a decir algo más. Pero en lugar de seguir movió la cabeza. Puede que quisiera que fuera yo quien me pusiera a hablar.

Y al cabo añadió:
—No, tienes que coger el avión.
Le ayudé a ponerse el abrigo; luego lo conduje por el codo.
—Te dejaré en un taxi —propuse. El dijo:
—Quiero verte despegar.
—De acuerdo —asentí—. Quizá la próxima vez.
Nos dimos la mano. Y no lo he vuelto a ver. Camino de Chicago, caí en la cuenta de que había olvidado la bol­sa de los regalos en el bar. Mejor. Mary no necesitaba dulces, ni Almond Roca ni nada parecido.
Esto fue el año pasado. Ahora lo necesita aún menos.

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