La Conjura De Los Necios, John Kennedy Toole (fragmento)
Cuando
yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la
cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y
ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero
se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y
el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mision del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff
empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado
momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la
fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El
provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter
único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna,
en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río
Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de
seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la
tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes;
tampoco les tengo en demasiada estima.)
Los
modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos
quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi
desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un
antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos,
su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de
una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de
metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con
pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! y A las barricadas y
Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a
organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la
libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los
hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin,
terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más
sabio, estaba terriblemente descomprometido.
Había
conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver
cómo estaban las cosas «por el sur». Desgraciadamente, me encontró a mí. El
trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en
una especie de affair (platónico, claro está). (Myrna era decididamente
masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus
leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para
sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que
Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo
le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa.
Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi
cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría
de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos
sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del
cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el
campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.
La
panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión
nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas
consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con
el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna, y
con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas
muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las
venas con una botella rota de cocacola. La explicación de Myrna fue que las
chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor
la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase
un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el
camino de la verdad.
Tras
unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su
modo ofensivo: «Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa.» Los
leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron;
el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y el besuqueo
tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de
cuando en cuando, se embarca en una «gira de inspección» por el Sur, parando en
Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de
cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy
sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.
Cuando
la vi tras su último «viaje de inspección», estaba bastante sucia y
desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros
canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece
ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus
transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus
lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos
habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la
habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, la habían
azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas
eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con
perdigones. Ella había disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa
(y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte
superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que
en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió
por ello mi sangre
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