Boris Vian, "El Arrancacorazones" fragmento
—Tiene usted un bonito
jardín —dijo Jacquemort, sin esforzarse en buscar algo mejor que decir—. ¿Vive
aquí desde hace mucho tiempo?
—Sí —dijo Angel—. Dos
años. Tuve desarreglos de conciencia. Fracasé no pocas veces.
—Siempre queda un
margen —dijo Jacquemort—. Las cosas no terminan así.
—Es cierto —dijo
Angel—. Pero he tardado más tiempo que usted en descubrirlo.
Jacquemort sacudió la cabeza.
—A mí me lo cuentan
todo —señaló—. Termino por saber lo que hay dentro de la gente. A propósito,
¿querrá usted indicarme gente a la que yo pueda psicoanalizar?
—La que usted quiera
—dijo Angel—. Con la niñera puede practicar cuando guste. Y la gente del pueblo
no se va a negar. Es gente algo tosca, pero interesante y rica.
Jacquemort se frotó las manos.
—Necesitaré montones de
pacientes —dijo—. Consumo gran cantidad de mentalidades.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Angel.
—Tengo que explicarle
por qué he venido aquí —dijo Jacquemort—. Buscaba un rincón tranquilo para
llevar a cabo un experimento. Mire: imagínese al amigo Jacquemort como un
recipiente vacío.
—¿Un tonel? —quiso saber Angel—. ¿Ha
bebido usted?
—No —dijo Jacquemort—.
Estoy vacío. No tengo más que gestos, reflejos, costumbres. Quiero llenarme. Ésa
es la razón por la que psicoanalizo a la gente. Pero mi tonel es como el tonel
de las Danaides. No asimilo. Me llevo sus pensamientos, sus complejos, sus
dudas, y no me queda nada. No asimilo; o quizás asimilo demasiado..., es lo
mismo. Claro, conservo palabras, envases, etiquetas; conozco los términos que
definen pasiones y emociones, pero yo no siento ninguna.
—¿Y ese experimento?
—dijo Angel—. Por lo menos tiene usted ganas de llevarlo a cabo, ¿no?
—Claro —dijo
Jacquemort—. Quiero hacer el experimento. ¿De qué experimento se trata? Pues
mire. Quiero hacer un psicoanálisis integral. Soy un iluminado.
Angel se encogió de hombros.
—Y esto, ¿lo ha hecho alguien? —preguntó.
—No —dijo Jacquemort—.
La persona que yo psicoanalice de este modo tendrá que decírmelo todo. Todo.
Sus pensamientos más íntimos, sus secretos más angustiosos, sus ideas ocultas,
lo que no se atreve a confesarse a sí mismo, todo, todo y todo lo demás, y aun
lo que hay debajo. Ningún analista lo ha conseguido hasta el momento. Quiero
ver hasta dónde se puede llegar. Necesito anhelos y deseos, y voy a apropiarme
de los ajenos. Estoy convencido de que, si no he retenido nada hasta el
momento, es porque no he llegado lo bastante lejos. Quiero proceder a una
especie de identificación. Saber que las pasiones existen y no poder sentirlas
es horroroso.
—Pero entonces —dijo
Angel— está claro que tiene usted por lo menos este deseo, y eso basta para que
no esté tan vacío.
—No tengo ningún motivo
para decidirme por una cosa más bien que por otra —dijo Jacquemort—. Deseo
robarles a los demás las razones que tienen.
Se acercaban al muro
del fondo. Simétrica, en relación a la casa por cuyo portón Jacquemort había
penetrado la víspera en el jardín, se elevaba una alta reja dorada que rompía
la monotonía de las piedras.
—Querido amigo —dijo
Angel—, permítame que le repita que tener ganas de tener ganas es ya una pasión
suficiente. La prueba es que eso le impulsa a la acción.
El psiquiatra acarició su roja barba y se
echó a reír.
—Y, al mismo tiempo,
demuestra la falta de ganas —dijo.
—Que no —dijo Angel—.
Para que no tuviera usted ni deseos ni orientaciones, haría falta que hubiese
estado sometido a un condicionamiento social perfectamente neutro. Que fuera
usted inmune a toda influencia, y que careciera de pasado interior.
—Éste es el caso —dijo
Jacquemort—. Nací el año pasado, aquí donde me ve. Mire mi carnet de identidad.
Lo tendió a Angel, que lo cogió y lo
examinó.
—Es cierto —dijo Angel
devolviéndoselo—. Hay un error.
—¡Cuidado con lo que
dice!... —protestó Jacquemort, indignado.
—No hay contradicción
—dijo Angel— Es cierto que está escrito así, pero lo que está escrito es un
error.
—Y, sin embargo, había
un cartel a mi lado —dijo Jacquemort—. «Psiquiatra. Vacío. A rellenar». ¡Un
cartel! Es indiscutible. Estaba impreso.
—¿Y entonces? —dijo Angel.
—Entonces, dese cuenta
de que no parte de mí este deseo de llenarme —dijo Jacquemort—. De que estaba
decidido de antemano. De que yo no era libre.
—Claro que sí —repuso
Angel— Es usted libre, puesto que tiene un deseo.
—¿Y si no tuviera ninguno? ¿Ni siquiera
éste?
—Sería usted un muerto.
—¡Ah, muy bien!
—exclamó Jacquemort—. No voy a discutir más con usted. Me da usted miedo.
Habían franqueado la
verja y hollaban el camino que llevaba al pueblo. El suelo era blanco y
polvoriento. A ambos lados crecía una hierba de tallos cilíndricos, de color
verde oscuro, esponjosos, como lápices de gelatina.
—En fin —protestó
Jacquemort—, ocurre exactamente lo contrario. Sólo se es libre cuando no se
desea nada, y un ser perfectamente libre no debería desear nada. Y como yo no
deseo nada, llego a la conclusión de que soy libre.
—¡Qué va! —dijo Angel—
Usted está deseando tener deseos; o sea, que está deseando algo; luego, todo lo
que acaba de decir es falso.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó
Jacquemort, cada vez más indignado—. Mire, desear algo significa estar
encadenado a un deseo.
—De ninguna manera
—dijo Angel— La libertad es el deseo que viene de uno mismo. Además...
Se detuvo.
—Además —dijo
Jacquemort— se está usted riendo de mí, eso es lo que pasa. Voy a psicoanalizar
a la gente y les tomaré sus deseos verdaderos, sus anhelos, sus elecciones y
todo lo demás, y usted me está haciendo sudar.
—Oiga —dijo Angel, que
había estado reflexionando—, hagamos un experimento: esfuércese, con
sinceridad, para que por un momento desaparezcan todos sus deseos de tener los
deseos que tienen los demás. Inténtelo. Honradamente.
—De acuerdo —dijo Jacquemort.
Se detuvieron a un lado
del camino. El psiquiatra cerró los ojos y pareció relajarse. Angel lo vigilaba
atentamente.
Hubo como una
interrupción del color en el tono de la cara de Jacquemort. Una cierta
transparencia invadió sutilmente las partes visibles de su cuerpo: las manos,
el cuello, la cara.
—Mírese los dedos... —murmuró Angel.
Jacquemort abrió los
ojos, ya casi incoloros. Vio, a través de su mano derecha, una piedra de sílex
negro en el suelo. Luego, al serenarse, le desapareció la transparencia y su
cuerpo se solidificó de nuevo.
—Ya lo ve usted —dijo
Angel—. Si se relaja, deja de existir.
—Ah —dijo Jacquemort—,
realmente, está usted en un error. Si cree que un vulgar juego de manos puede
acabar con mis convicciones... Explíqueme el truco...
—¡Muy bien! —dijo
Angel—. Me alegra comprobar que razona usted de mala fe y con absoluto
desprecio por la evidencia. Es lo que corresponde. Un psiquiatra tiene que
tener mala conciencia.
Habían llegado al linde
del pueblo y, de común acuerdo, volvieron sobre sus pasos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario