sábado, 12 de mayo de 2012

Boris Vian, "El Arrancacorazones"

Boris Vian, "El Arrancacorazones" fragmento

—Tiene usted un bonito jardín —dijo Jacquemort, sin esforzarse en buscar algo mejor que decir—. ¿Vive aquí desde hace mucho tiempo?
—Sí —dijo Angel—. Dos años. Tuve desarreglos de conciencia. Fracasé no pocas veces.
—Siempre queda un margen —dijo Jacquemort—. Las cosas no terminan así.
—Es cierto —dijo Angel—. Pero he tardado más tiempo que usted en descubrirlo.
Jacquemort sacudió la cabeza.
—A mí me lo cuentan todo —señaló—. Termino por saber lo que hay dentro de la gente. A propósito, ¿querrá usted indicarme gente a la que yo pueda psicoanalizar?
—La que usted quiera —dijo Angel—. Con la niñera puede practicar cuando guste. Y la gente del pueblo no se va a negar. Es gente algo tosca, pero interesante y rica.
Jacquemort se frotó las manos.
—Necesitaré montones de pacientes —dijo—. Consumo gran cantidad de mentalidades.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Angel.
—Tengo que explicarle por qué he venido aquí —dijo Jacquemort—. Buscaba un rincón tranquilo para llevar a cabo un experimento. Mire: imagínese al amigo Jacquemort como un recipiente vacío.
—¿Un tonel? —quiso saber Angel—. ¿Ha bebido usted?
—No —dijo Jacquemort—. Estoy vacío. No tengo más que gestos, reflejos, costumbres. Quiero llenarme. Ésa es la razón por la que psicoanalizo a la gente. Pero mi tonel es como el tonel de las Danaides. No asimilo. Me llevo sus pensamientos, sus complejos, sus dudas, y no me queda nada. No asimilo; o quizás asimilo demasiado..., es lo mismo. Claro, conservo palabras, envases, etiquetas; conozco los términos que definen pasiones y emociones, pero yo no siento ninguna.
—¿Y ese experimento? —dijo Angel—. Por lo menos tiene usted ganas de llevarlo a cabo, ¿no?
—Claro —dijo Jacquemort—. Quiero hacer el experimento. ¿De qué experimento se trata? Pues mire. Quiero hacer un psicoanálisis integral. Soy un iluminado.
Angel se encogió de hombros.
—Y esto, ¿lo ha hecho alguien? —preguntó.
—No —dijo Jacquemort—. La persona que yo psicoanalice de este modo tendrá que decírmelo todo. Todo. Sus pensamientos más íntimos, sus secretos más angustiosos, sus ideas ocultas, lo que no se atreve a confesarse a sí mismo, todo, todo y todo lo demás, y aun lo que hay debajo. Ningún analista lo ha conseguido hasta el momento. Quiero ver hasta dónde se puede llegar. Necesito anhelos y deseos, y voy a apropiarme de los ajenos. Estoy convencido de que, si no he retenido nada hasta el momento, es porque no he llegado lo bastante lejos. Quiero proceder a una especie de identificación. Saber que las pasiones existen y no poder sentirlas es horroroso.
—Pero entonces —dijo Angel— está claro que tiene usted por lo menos este deseo, y eso basta para que no esté tan vacío.
—No tengo ningún motivo para decidirme por una cosa más bien que por otra —dijo Jacquemort—. Deseo robarles a los demás las razones que tienen.
Se acercaban al muro del fondo. Simétrica, en relación a la casa por cuyo portón Jacquemort había penetrado la víspera en el jardín, se elevaba una alta reja dorada que rompía la monotonía de las piedras.
—Querido amigo —dijo Angel—, permítame que le repita que tener ganas de tener ganas es ya una pasión suficiente. La prueba es que eso le impulsa a la acción.
El psiquiatra acarició su roja barba y se echó a reír.
—Y, al mismo tiempo, demuestra la falta de ganas —dijo.
—Que no —dijo Angel—. Para que no tuviera usted ni deseos ni orientaciones, haría falta que hubiese estado sometido a un condicionamiento social perfectamente neutro. Que fuera usted inmune a toda influencia, y que careciera de pasado interior.
—Éste es el caso —dijo Jacquemort—. Nací el año pasado, aquí donde me ve. Mire mi carnet de identidad.
Lo tendió a Angel, que lo cogió y lo examinó.
—Es cierto —dijo Angel devolviéndoselo—. Hay un error.
—¡Cuidado con lo que dice!... —protestó Jacquemort, indignado.
—No hay contradicción —dijo Angel— Es cierto que está escrito así, pero lo que está escrito es un error.
—Y, sin embargo, había un cartel a mi lado —dijo Jacquemort—. «Psiquiatra. Vacío. A rellenar». ¡Un cartel! Es indiscutible. Estaba impreso.
—¿Y entonces? —dijo Angel.
—Entonces, dese cuenta de que no parte de mí este deseo de llenarme —dijo Jacquemort—. De que estaba decidido de antemano. De que yo no era libre.
—Claro que sí —repuso Angel— Es usted libre, puesto que tiene un deseo.
—¿Y si no tuviera ninguno? ¿Ni siquiera éste?
—Sería usted un muerto.
—¡Ah, muy bien! —exclamó Jacquemort—. No voy a discutir más con usted. Me da usted miedo.
Habían franqueado la verja y hollaban el camino que llevaba al pueblo. El suelo era blanco y polvoriento. A ambos lados crecía una hierba de tallos cilíndricos, de color verde oscuro, esponjosos, como lápices de gelatina.
—En fin —protestó Jacquemort—, ocurre exactamente lo contrario. Sólo se es libre cuando no se desea nada, y un ser perfectamente libre no debería desear nada. Y como yo no deseo nada, llego a la conclusión de que soy libre.
—¡Qué va! —dijo Angel— Usted está deseando tener deseos; o sea, que está deseando algo; luego, todo lo que acaba de decir es falso.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Jacquemort, cada vez más indignado—. Mire, desear algo significa estar encadenado a un deseo.
—De ninguna manera —dijo Angel— La libertad es el deseo que viene de uno mismo. Además...
Se detuvo.
—Además —dijo Jacquemort— se está usted riendo de mí, eso es lo que pasa. Voy a psicoanalizar a la gente y les tomaré sus deseos verdaderos, sus anhelos, sus elecciones y todo lo demás, y usted me está haciendo sudar.
—Oiga —dijo Angel, que había estado reflexionando—, hagamos un experimento: esfuércese, con sinceridad, para que por un momento desaparezcan todos sus deseos de tener los deseos que tienen los demás. Inténtelo. Honradamente.
—De acuerdo —dijo Jacquemort.
Se detuvieron a un lado del camino. El psiquiatra cerró los ojos y pareció relajarse. Angel lo vigilaba atentamente.
Hubo como una interrupción del color en el tono de la cara de Jacquemort. Una cierta transparencia invadió sutilmente las partes visibles de su cuerpo: las manos, el cuello, la cara.
—Mírese los dedos... —murmuró Angel.
Jacquemort abrió los ojos, ya casi incoloros. Vio, a través de su mano derecha, una piedra de sílex negro en el suelo. Luego, al serenarse, le desapareció la transparencia y su cuerpo se solidificó de nuevo.
—Ya lo ve usted —dijo Angel—. Si se relaja, deja de existir.
—Ah —dijo Jacquemort—, realmente, está usted en un error. Si cree que un vulgar juego de manos puede acabar con mis convicciones... Explíqueme el truco...
—¡Muy bien! —dijo Angel—. Me alegra comprobar que razona usted de mala fe y con absoluto desprecio por la evidencia. Es lo que corresponde. Un psiquiatra tiene que tener mala conciencia.
Habían llegado al linde del pueblo y, de común acuerdo, volvieron sobre sus pasos.

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